Hoy se conmemoran los cien años del genocidio de un millón y medio de armenios a manos de los turcos, en cuyo poder estaba entonces el imperio otomano que se deshacía con la la llegada de la I Guerra Mundial.
Los cristianos fueron masacrados o condenados a muerte por hambruna al ser expulsados al desierto. El Papa Francisco, en una de sus pocas declaraciones no controvertidas, ha condenado la matanza calificándola como lo que es: genocidio (negado por Turquía).
La dirigencia de la Iglesia Ortodoxa Armenia ha iniciado la ceremonia para iniciar la canonización de las víctimas. El presidente Obama, al referirse al hecho, ha evitado calificarlo de genocidio, en acatamiento del mandato diplomático de la Casa Blanca de no ofender con ello a un país aliado.
Pero para el Vaticano y el resto del mundo, lo que ocurrió en Turquía hace 100 años fue un genocidio, del cual hay testimonio de sobrevivientes y de quienes observaron la masacre, la perpetuaron en fotografías y la describieron por escrito.
Eso se registró hace una centuria, pero en estos mismos días se reseñan los degüellos y otras maneras de asesinar a seres humanos por el solo hecho de ser cristianos, con imágenes que se difiunden instantáneamente por la TV y el Internet a todo el mundo.
A pocos años del genocidio de Armenia, en la Unión Soviética perecieron no se sabe si 20 o 30 millones de personas, por mandato de Stalin. El dictador ordenó matarlos directamente, en prisión o por hambre. No por su fe sino por su oposición a aceptar la “sociedad igualitaria” dispuesta por el líder.
La práctica religiosa se prohibió. No desapareció, se la practicó de manera subterránea. Algo igual sucedió en la China de Mao Zedong en la cual también se quiso aplicar el régimen totalitario de la sociedad igualitaria, con privación de las libertades individuales.
La imposición de la fuerza en China implicó el sacrificio de 50 millones de personas. A esa cifra hay que añadir unas 1.700 millones de criaturas que nunca nacieron, debido a las leyes abortivas que aún rigen en ese país, para limitar el número de hijos y sobre todo de hijas.
Estremecen los relatos referentes al genocidio inducido por Hitler en los campos de concentración para eliminar a judíos, gitanos y opositores, pero no solo que no hay ceremonias condenatorios para esos otros genocidios numéricamente mayores, sino que pululan exégetas de los principos en los que dichos genocidios se inspiran.
Incluso el Papa Francisco, al alimón con Barack Hussein Obama, habla en cuanto ocasión puede acerca de la necesidad de redistribuir la riqueza, como escala previa indispensable para “ascender” al ideal de la sociedad igualitaria y uniforme.
Ese es un ideal utópico tras el cual se han camuflado el nazifascismo de Hitler, el comunismo de la URSS, China, Norcorea, Cuba y tras el cual sigue camuflándose el progresismo socialista/marxista. El Papa debe saberlo muy bien, jesuita como es y por ende lector insaciable de todos los tratados del pensamiento humano.
El genocidio ejercido por los turcos hace 100 años pasó a ser ejercido el siglo pasado por los nazis y los comunistas y en este siglo está ahora en manos de los radicales islámicos en guerra contra la cristiandad, el judaísmo y en general contra la cultura de Occidente.
Bien hace el Papa en hablar con claridad sobre el genocidio en Armenia, pero igual entereza se le reclama para condenar al Islam y para quienes continúan danzando alrededor de las utopías marxistas, que tantas catástrofes de hambre y muerte han ocasionado a la humanidad.
Las estadísticas de muertes en los campos de batalla, incluídas la tragedia de Hiroshima y Nagasaki y los genocidios descritos, quedan cortas frente a las que se registran con las muertes inducidas por aborto. Los datos así lo revelan tanto en los Estados Unidos como en China y el resto del planeta.
En Estados Unidos, pionero en la legalización parcial del aborto desde 1973 y en el uso de anticonceptivos, la tasa de crecimiento demográfico ya sería negativa, como lo es en Europa, Japón y Rusia. Pero no lo es debido al enorme flujo de inmigrantes ilegales.
Se trata, por cierto, de una solución temporal. El cambio radical provendrá de una revolución cultural en la que predomine la defensa de la vida por sobre la imposición de la muerte. Tanto en el campo político frente al avance del radicalismo islámico y los rezagos de la utopía marxista, como en el campo de la defensa del más débil, el nonato.
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