Roma entró en la decadencia cuando Julio César destruyó el modelo de la República. Las estructuras de poder interno zozobraron y el imperio comenzó a facturarse, facilitando la invasión de los “bárbaros” que a la postre minaron la multi centenaria dominación romana.
La historia de los Estados Unidos es distinta de la de Roma. No ha sido un “imperio” que ha acumulado territorios por conquista. Sus 50 Estados se sumaron voluntariamente a los 13 Estados (Colonias) originales con el compromiso de formar un gobierno común por consenso de la soberanía popular.
Los que crearon la Unión de las 13 Colonias fueron profundos estudiosos de la historia de Grecia y Roma y de las experiencias sucesivas hasta la de los tiempos contemporáneos de la Europa del siglo XVIII. Absorbieron todos los puntos positivos de los modelos democráticos greco romanos y de su falencias.
Y determinaron que el poder delegado por el pueblo a las autoridades en todos los modelos estudiados, carecía de un mecanismo eficaz para evitar excesos y desafueros. Se las ingeniaron, por ello, en fraccionar ese poder en tres ramas para que se controlaran mutuamente: ejecutiva, legislativa y judicial.
El sistema inspirado en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de 1776 y delineado en la Constitución de 1778 fue revolucionario y ha operado perfectamente en cuanto ha generado prosperidad y respeto a las libertades individuales. Ningún otro modelo de gobierno, ni anterior ni posterior, ha podido rivalizar con el norteamericano.
No obstante la estabilidad y perdurabilidad del sistema corren peligro por el avance ddl “progresismo”, tendencia radical izquierdista/socialista infiltrada en el partido demócrata de los Estados Unidos. Sus seguidores están convencidos de que los postulados de la Constitución son obsoletos, que hay que reformarla, abolirla o ignorarla para implantar la “justicia social” en el país.
Por “justicia social” entienden una sociedad igualitaria con redistribución de la riqueza, objetivos expresamente prohibidos por la Constitución ya que, aunque utópicos, solo podrían alcanzarse si se aplica la fuerza para suprimir las libertades. Nadie, en efecto, estaría dispuesto a ceder riquezas creadas por si mismo o sus ancestros por imposición autoritaria.
Si Hillary Clinton ganaba las elecciones presidenciales del 2016, ella habría acentuado la tendencia socializante del “progresismo” que alcanzó niveles preocupantes con Obama. Todos (esto es Obama, su gobierno, los demócratas, los republicano/demócratas y la mayoría demócrata de los medios audiovisuales) estaban convencidos de que ella ganaría.
Pero ganó el republicano Donald J. Trump y todo en ellos se desplomó. No supieron qué arma blandir, primero para anular los resultados de los comicios, luego para descalificar al candidato ganador, inclusiva ya posesionado. En el colmo del infantilismo intelectual, urdieron la trama de que fueron los rusos los que lo ayudaron a ganar.
Han transcurrido ya dos años de investigaciones para probar ese “crimen” y ninguna evidencia ha brotado de ninguno de los comités creados. Para comenzar, era absurdo suponer que Putin, ex-Director de la KGB, hubiera preferido al billonario de Nueva York y no a Hillary o Bernie Sanders, confesos admiradores de la visión socialistoide del mundo.
Mientras tanto, en año y medio de gestión Trump se ha dedicado a desmantelar la maraña “progresista” tejida por Obama con sus Decretos Ejecutivos, por sobre el Congreso y en contra de la Constitución, como el Obamacare. Los resultados eran los previstos: auge en la economía y el empleo, auge en la Bolsa, el optimismo y el bienestar. Y reverdecimiento del respeto en el frente externo.
Ahora ha traslucido que Obama autorizó implantar espías del FBI en la campaña de Trump, algo que debieron saber James Comey, Bob Mueller y otros ex-altos dirigentes de esa Agencia, hoy involucrados en la tarea de encontrar algún crimen de “colusión” Trump/Putin, ayudados por 17 abogados sabuesos que ya se han tragado más de 20 millones de dólares del dinero de los contibuyentes.
La farsa debe concluir ya, aunque Mueller, el Investigador Especial, dice que dará el “toque final” a su informe en septiembre. Los implicados en las múltiples violaciones de las leyes tienen que ser enjuiciados y sancionados con el máximo vigor, comenzando por Obama.
La destrucción de la República por influjo demócrata progresista tiene que ser detenida. Los Estados Unidos no es la Roma Imperial. Y quien comanda a esta nación no es Hillary Clinton, sino Donald Trump, defensor a toda prueba de la Constitución y sus principios consagrados en la Declaración de la Indepencia, aborrecida por los demos.
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