La gente que aún piensa de modo independiente sin verse obnubilada por la cosmovisión “progresista” de los demócratas, observa estupefacta cómo se acentúa la maniobra para tratar de desligitimizar la elección de Donald J. Trump como Presidente de la República, por una supuesta consipiración rusa.
Ayer le tocó el turno al Director del FBI, James Comey, republicano elegido por otro republicano, George W. Bush. Comey ha resultado ser tan republicano como John Roberts, otro republicano propuesto por Bush para la Corte Suprema de Justicia que con su voto avaló el Obamacare pese a ser una ley es inconstitucional.
El Director del FBI fue quien dijo que Hillary Clinton, cuando era Secretaria de Estado, no tuvo malas intenciones al almacenar información secreta en un computador de su domicilio y luego borrar más de 30.000 emails para evitar que le investiguen y sancionen por fraude y traición. La Fiscal de Obama, Loretta Lynch, la exculpó y Hillary siguió de candidata en lugar de ir a la cárcel.
En la audiencia que Comey tuvo ayer con el comité de legisladores no pudo ser más servicial a la causa de Obama y los demócratas. Para el total deleite de ellos, afirmó que está abierta la investigación para determinar los vínculos de Trump y su equipo electoral con Rusia para que intervengan en su favor en el proceso electoral.
Paralelamente, expresó que no había pruebas acerca de la acusación de Trump de que Obama le hubiese espiado durante la campaña, dando a entender que mintió y que el caso está cerrado, en contraste con el relativo a la “conspiración rusa”. Pese a decir que el asunto está en investigación, adelantó su propia conclusión de que la intervención rusa es innegable.
No obstante, lo que es innegable es que no existe prueba alguna, primero de que los rusos hayan intervenido en las elecciones y en qué forma y con qué fines, ni que en ese proyecto haya habido la complicidad de Trump y sus colaboradores. En cambio, son hecho reales que hubo espionaje de parte de agentes al servicio de Obama, antes y después de la posesión de Trump.
Los diarios The New York Times y The Washington Post recibieron de esos agentes las transcripciones de las conversaciones confidenciales tenidas por Trump con el Presidente de México y el Primer Ministro de Australia y luego de la conversación del general Michael Flynn con el embajador ruso en Washington. Flynn había sido elegido Directror Nacional de Seguridad.
Pero tuvo que renunciar, pues este detalle del diálogo con el embajador no lo había mencionado al Vicepresidente Mike Pence, quien en una entrevista por TV dijo que el general le aseguró que nunca tuvo contacto con los rusos. Más tarde se supo que Flynn recibía dinero de Erdogan de Turquía, al que servía como cabildero, lo que le descalificaba aún más.
La revelación no autorizada de tales conversaciones constituye un delito penado hasta con diez años de cárcel. No obstante, Comey a una pregunta de un senador dijo que no podía garantizar que investigaría hasta identificar a los agentes, para denunciarlos y sancionarlos. Pero si estuvo de acuerdo en que el delito era mayor. ¿Quién autorizó entregar la información a los dos diarios? Quizás el mismo Comey.
En todo caso, cuando Trump dijo en su twitter que Obama lo había espiado no se equivocaba. Alguien de su gobierno lo hizo, alguien de los suyos autorizó la divulgación y él debió saberlo y tácitamente consentirlo. ¿Quién es a la postre responsable de los actos de un gobierno sino el gobernante? Eso lo sabe Comey y por eso busca protegerlo.
De otro lado, subsiste la incógnita acerca de los supuestos objetivos rusos para intervenir en las elecciones de los Estados Unidos y socavar su “integridad”. Comey negó que los rusos hayan alterado los resultados de los votos en siete u ocho Estados que votaron “rojo” siendo usualmente “azules”. Se reduciría entonces la intervención a la propalación de emails del partido demócrata por WikiLeaks, casi al cierre de la campaña.
Pero esos emails, sobre todo los enviados por el jefe de la campaña John Podesta, revelaban todo menos “integridad” y pulcritud en el proceso. Eran dictados para debilitar al opositor de Hillary en las primarias demócratas, Bernie Sanders, mediante acciones fraudulentas e inmorales. Habría que agradecer a los rusos por la denuncia, si se la utilizara para enmendar tanto daño al proceso.
Pero ni los mismos demócratas están convencidos de que a una hora tan tardía esos emails pudieron influir en los resultados. La suerte ya había estado echada en favor de Trump, aunque los demos estaban seguros hasta último instante de que Hillary sería la vencedora. El fantasma ruso solo aparece después de la derrota.
Agotado todo otro recurso, a los demos parece no quedarles sino la esperanza de abultar la fantasía de la intervención rusa para desacreditar la victoria de Trump. Pero son esfuerzos que no conducirán a nada sino al mayor debilitamiento y desprestigio del partido. Algunos líderes del partido demócrata comienzan a dar señales de lucidez en ese sentido. Ojalá que ese rasgo de madurez se esparza lo más pronto posible entre ellos.
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