La destitución de Alberto Acosta de sus funciones como presidente de la Asamblea Constituyente es desde todo punto de vista reprochable y la condena involucra por igual tanto al presidente Rafael Correa como al propio Acosta y a los asambleístas del oficialismo.
Correa ha dado repetidas muestras de autoritarismo, desde el momento mismo en que asumió el poder. Fue gestor de la descalificación de los congresistas y luego de la clausura del Congreso, así como de un estilo de gobernar mediante decretos leyes de emergencia que nadie fiscaliza.
La remoción de Acosta es una acción despótica más que se suma a destituciones de autoridades elegidas por voto popular, elaboración de leyes con la artimaña de los “mandatos” de su Asamblea dócil y la anulación del equilibrio de poderes de la democracia tradicional.
Alberto Acosta es el propio responsable de su destino. Al aliarse con Correa debió entender que en el país iba a gobernar un solo hombre, no dos y que ese gobierno se extendía al modo cómo habría de comportarse la Asamblea: al total capricho y sumisión del jefe de Estado.
La Asamblea se instaló exclusivamente para revisar la Constitución vigente o para crear una nueva, como ahora lo está haciendo. Pero Acosta hizo caso omiso del mandato popular expresado en las urnas y prefirió inclinarse sumiso y desde un principio a lo que Correa le imponía.
Durante más de la mitad del tiempo de sesiones, la Asamblea ha obedecido sin chistar las órdenes del gobernante para nombrar y destituir autoridades, para crear y rehacer leyes y para interferir en el sistema jurídico e institucional del país, al ritmo marcado por Carondelet.
Tan solo a última hora la Asamblea de Acosta se dedicó a estudiar las reformas constitucionales y lo hizo de manera lenta, confusa, contradictoria y exasperante. Dada la estrechez del tiempo los asambleístas se auto prorrogaron hasta el 26 de julio en sus funciones, en la confianza de que ese lapso era suficiente para terminar la nueva Constitución.
No fue así y Acosta creyó que había que ampliar más el plazo de la Asamblea. Pero Correa le objetó, decidiendo que la Constitución esté lista hasta el 26 de julio, o antes produciéndose el distanciamiento entre los dos “amigos”. El resultado fue la humillación de Acosta.
Alberto Acosta no se rebeló. Su protesta lacrimosa se ha limitado a reproducir en su website de la Asamblea algunas frases de José María Velasco Ibarra, su tío abuelo, en las que divaga sobre la amistad. Si alguien ha sido inconsecuente en extremo con los “amigos”, ese es Velasco Ibarra, quien como Correa no vacilaba en echar por la borda a sus colaboradores, sin previo aviso y cualquiera que hubiere sido el nivel de amistad con el autócrata.
Correa, como Velasco Ibarra, no tiene amigos sino esbirros incondicionales. Lo que debió hacer el sobrino nieto de era enfrentar al gobernante y hacerle entender que la Asamblea debía ser una institución independiente y con la sola y clara misión de reformar la Constitución.
No tuvo entereza para hacerlo al comienzo, ni la ha tenido después. Para paliar su humillación por lo menos renunciar a la Asamblea. Pero ha preferido inclinarse una vez más ante Correa y seguir de asambleísta. Un individuo que no se respeta a sí mismo, por lo general no respeta a los demás y termina perdiendo el respeto de los más. Lo cual parece no haber ocurrido esta vez ya que hay quienes ensalzan el supuesto espíritu democrático de Acosta, sacrificado por Correa.
La verdad es que los dos son uno en cuanto a visión política, con la diferencia de que el que ejerce el real poder es Correa, no Acosta. Ambos se unieron para dar marcha atrás a la historia y no para rectificar los yerros de un mal aplicado sistema democrático, sino para virtualmente sustituir ese sistema por un régimen autoritario.
La nueva Constitución que atropelladamente va a aprobar contra reloj la Asamblea es fiel reflejo de esa voluntad fascista que caracteriza a Correa y Acosta y a sus más íntimos manipuladores como Patiño, Ponce y Alvarado. El objetivo es impedir aún más el desarrollo de los derechos individuales de propiedad y expresión. Sin un claro mandato constitucional a favor de la propiedad privada, tanto material como intelectual, el desarrollo en libertad se frustra.
A Correa no le gusta la democracia, lo acaba de confesar a propósito de la lentitud de la Asamblea para aprobar la Constitución. Dijo que detesta la democracia del bla/bla/bla, como dando a entender que prefiere la democracia del si/si/si, del si a sus mandatos, por supuesto, sin opción de análisis y peor protesta. Lo refleja su temperamento neurótico cuando trata con periodistas o con gente que discrepa, como ese ingenuo exiliado al que tildó de idiota en España.
La Constitución que se prepara, sin discutirse como quiere Correa, si se aprueba durará lo que dure Correa en el poder. Mas hay indicios de que el No acaso logre imponerse en el referendo de septiembre próximo, lo que explicaría la impaciencia del presidente para que la Asamblea apruebe rápido la Constitución. Mientras más demore, más se deteriora la imagen de la asamblea (y de él).
¿Qué ocurriría si el No prevalece? Archivado el galimatías de los asambleístas, teóricamente la Constitución en vigencia debería realmente entrar a plenitud. Lo cual no implica retornar al pasado ni restituir por ejemplo a congresistas, jueces o autoridades destituidas. Pero si debería significar el inicio del retorno a la estabilidad institucional, con la elección de un nuevo Congreso en plazo razonable.
El obstáculo para una pacifica transición del caos a la estabilidad de las instituciones democráticas es, por cierto, el propio Correa. Él dice estar convencido del triunfo del Si por lo que se ha negado a especular sobre la posibilidad del No. Su sueño de perpetuarse en el poder por 10 o más años ¿lo reemplazará con seriedad para acatar el No?
En todo caso, no por la incertidumbre la gente debería dudar en votar por el No, que es un no a Correa, un No al populismo autoritario que se pretende perpetuar con una Constitución aprobada al apuro. Ya se generarán situaciones propicias para la transición pacífica orientada a recuperar el sentido común en el manejo de las cosas del Estado.
Si la nueva Constitución cae en el tacho de basura, habrá que volver a reflexionar que la Asamblea de Correa jamás debió ser convocada. Nadie desconoce que el país necesita de cambios y uno de ellos es el relativo a la Constitución. Pero para ello bastan los instrumentos contemplados en la propia Constitución para introducir enmiendas.
Las enmiendas requieren de meditación y tiempo para elaborarlas, para aprobarlas y ratificarlas. Los Estados Unidos han tenido una sola Constitución, la que se aprobó en Filadelfia el 17 de septiembre de 1787 y que cambió el sistema confederado por el federado. Surgió con vacíos en lo referente a los derechos civiles.
En 1791, por iniciativa de Madison, se aprobaron las primeras 10 enmiendas sobre el tema, que se conocen como The Bill of Rights. En total ha habido 27 enmiendas, frente a centenares que se propusieron y nunca se aprobaron. La enmienda tiene que ser aprobada por los 2/3 de cada cámara federal, luego por legislaturas de los 50 estados federados y las ¾ partes de dichos estados. El proceso puede durar no semanas, como impone Correa, sino años. Pero no puede exceder de 7 años.
Rafael Correa, tan incómodo con la democracia, aquí no tendría nada que hacer con las enmiendas que se propongan. La Constitución le prohíbe al Presidente de la República intervenir en el proceso (solo puede opinar). Unna vez aprobada una enmienda no tiene que aceptarla o rechazarla, como una ley del Congreso: entra en vigencia automáticamente.
Colombia, país que sufre la iracundia irrazonable de Correa, ha tenido una de las Constituciones más viejas en la región, la de 1886. Fue cambiada en 1991 por una asamblea constituyente que funcionó paralelamente al Congreso para facilitar la reconciliación nacional por el brote de extremismos guerrilleros. La última enmienda fue la del 2005, para permitir la reelección presidencial.
El beneficiario fue, claro, Álvaro Uribe. Rafael Correa no le perdona que haya dado una profusa divulgación a los documentos de las computadoras encontradas en el campamento de los narcoterroristas, en Angostura. Rompió relaciones diplomáticas y se niega a restaurarlas, pese a la presión regional.
Correa ha lanzado groseros insultos a Uribe y éste se ha limitado a responderle de manera objetiva, con documentos, sin vituperios. Su desempeño en el cargo tiene el respaldo del 80% de los ciudadanos y es universalmente aplaudido en América y Europa por su lucha antiterrorista y por su exitosa gestión económica.
Correa hizo una gira por los dos continentes para intentar convencer a los gobernantes que le respalden en su rechazo a Uribe. Fracasó estrepitosamente.
Gasta millones de dólares en aviones de combate tripulados y no tripulados para vigilar la frontera con Colombia. Si es para impedir el paso de narcoterroristas puede hacerlo sin gastar un centavo si decidiera entrar en cordura y se sumara a la lucha internacional contra el terrorismo, con los recursos militares existentes.
Con gastos innecesarios como éste y otros despilfarros hechos al amparo de los decretos de emergencia, la economía en el Ecuador está en soletas y la inflación avanza. Este hecho, más los disparates despóticos de Correa, auguran un No en el próximo referendo, útil para detener la destrucción del sistema democrático en que se han enfrascado los Correa, Acosta y demás “amigos” del caudillo.
1 comment:
Excelente artículo. Refleja claramente lo que está ocurriendo en el Ecuador. Cada día se ahonda más la destrucción de la democracia en beneficio del dictador que es incapaz de gobernar y solamente está interesado en perpetuerse en el poder absoluto, sin ataduras ni controles incómodos y a base de decretos de emergencia, caldo de cultivo de una corrupción incontenible. Ya lo vamos a ver. Triste destino del país.
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