A los demócrata/progresistas que se oponen virtualmente a todo lo que hace y dice el Presidente Donald Trump, les aterra la verdad. Razón tuvo el escritor y comentarista de radio Michael Savage de calificar al izquierdismo que caracteriza a ese grupo como una “mental disease”, esto es, como una enfermedad mental.
A ellos se los conoce aquí también como “liberals”, pero nada tan alejado de la acepción original del vocablo. Están blindados al raciocinio, al intercambio de ideas dispares, a la discusión de argumentos. Para ellos, la tolerancia existe solamente cuando el que discrepa con ellos calla y cede sin discutir.
Trump sostiene con datos recientes e históricos que el terrorismo islámico es la peor amenaza contra la seguridad nacional e internacional y que hay que combatirlo extinguiéndolo en sus raíces. Al decirlo, es atacado por los “progresistas” que lo acusan de islamofobia originada por los supuestos desmanes de unos pocos perturbados.
Niegan que los terroristas islámicos se autoinmolen (y a su paso asesinen a decenas y centenas de seres inocentes) por inspiración religiosa, pese a que lo hacen invocando el nombre de Alá. Los kamikazis lo hacían por su emperador, los narcotraficantes por la supremacía del poder en el mundo del hampa. ¿Acaso los jihadistas lo hacen solo por sadismo/masoquismo,?
Un experto en islamismo radical recordaba por TV que el Corán aprobado en Egipto en 1924 es el de uso común entre los 1.500 millones o más de musulmanes que hay en el planeta. En su texto se insertan alrededor de 100 acápites acerca de cómo convertir a los “infieles” (judíos, cristianos y más) al Islam o acabar con sus vidas.
Ese Corán de 1924 es comparable en popularidad con la Biblia del Rey Jacobo. Con la diferencia de que en la Biblia no se exhorta al odio para la conversión, sino a la persuasión y el amor. Pese a excesos en la aplicación de las Escrituras en alguna época, no se registra promoción de huestes cristianas para degollar. Las Cruzadas se organizaron para recuperar con la espada la Tierra Santa tomada por los moros.
La misión de terminar con el terrorismo musulmán tendrá que hacerse con la cooperación de la parte musulmana que no comparte la versión radical del Corán, es decir, la suni. Con ese objetivo viajó Trump a Arabia Saudita y allí concertó una gran coalición con 54 naciones árabes sunis decididas a frenar al extremismo shiíta, comandado por Irán.
Los primeros resultados comienzan a aflorar en el lado árabe, con el cerco que las naciones sunis han tendido a Qatar, señalándola como propulsora shiíta del terrorismo en unidad con Irán. Del lado occidental, Trump logró una reafirmación de la OTAN para combatir al terrorismo, amenaza más próxima y patente que el comunismo de la extinta URSS.
Pero cuando Trump critica al alcalde musulmán de Londres Sadiq Khan e indirectamente a la Primera Ministra Theresa May por sus referencias demasiado “políticamente correctas” sobre los asesinos del Puente de Londres y Manchester, los críticos renuevan los ataques de “islamofobia” contra Trump y alaban a la cantante Ariana Grande, John Kerry y otros por sus mensajes alternativos de besos y abrazos a los degolladores.
Por fortuna, esa visión suicida para enfrentar al enemigo (muy distinta de la de un jihadista), cambiará con Trump. El Islamismo radical, con la venia de los musulmanes que dicen no ser radicales, está en guerra con el Occidente Judeo Cristiano prácticamente desde el Siglo VIII en que Mahoma lo creó.
El Norte de África, con Egipto, Libia, Marruecos y Túnez eran asiento de cristianos algunos tan célebres como San Agustín. Poco a poco y no por la gentil y devota persuasión de misioneros sino por acción de las cimitarras, todas esas zonas otrora romanas cayeron en poder de los árabes musulmanes, que se tomaron también “las Españas” hasta ser expulsados por Isabel La Católica.
La reconquista se ha reanudado con vigor, no solo con el terror sino con una inmigración favorecida por los propios europeos. Hay más nacimientos hoy de árabes musulmanes que de parejas con ancestro europeo y más milicias jihadistas que soldados de ejércitos regulares. Las mezquitas, centros de capacitación religiosa y militante, hace tiempo que superaron en número a las iglesias cristianas.
George W. Bush respondió al ataque terrorista del 9/11 con una guerra en Afganistán e Iraq, pero cometió el grave error de no declararla formalmente tal con aprobación del Congreso. Pidió a los ciudadanos que no se atermorizaran, que siguieran su vida rutinaria y salieran de compras a los malls como si nada hubiera pasado. La consecuencia fue que la guerra no termine en 16 años, con pérdida de centenares de vidas y trillones de dólares de presupuesto.
Parece que los últimos jefes de Gobierno tienen miedo de ganar guerras no buscadas, ofuscados quizás por la retórica revisionista de quienes ven en los Estados Unidos (como Obama y demás progresistas) el origen de la desigualdad y explotación en el mundo. Y no como la nación que evitó la expansión de dos regímenes de corte “progresista”, el nazi fascista y el comunista, que hubieran ahogado todas las libertades individuales
A las amenazas residuales del nazifacismo y el comunismo, se suman hoy las amenzas terrorista y expansionista del radicalismo musulmán. Igual que a comienzos del siglo XX, quedan muchos adictos a esas doctrinas, en especial del socialismo colectivista de corte marxista, que desde la izquierda dominan en escuelas, colegios, universidades y medios de comunicación.
Estos infiltrados parecen ahora estar en extraño conturbernio con el radicalismo islámico, a juzgar por el bloqueo a todo empeño propuesto por el Presidente Trump para combatirlo. Pero si ese anti Trumpismo es feroz, el liderazgo del Presidente es indoblegable y prevlecerá con el respaldo del pueblo, que se acrecienta pese a que los medios digan lo contrario.
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