Sensacional ha sido la respuesta del pueblo colombiano al intento del presidente Juan Manuel Santos de capitular ante las FARC, el grupo de narco guerrilleros que por más de medio siglo ha conmovido a Colombia con asaltos, raptos y asesinatos de más de 200.000 personas.
Santos fue ministro de Defensa del anterior Presidente, Álvaro Uribe y en acatamiento a sus órdenes infrigió severos golpes militares a las FARC, a tal punto que cuando se presentó como candidato para sucederlo en la presidencia obtuvo amplio respaldo, pues todos pensaban que con él vendría la estocada final a la bestia terrorista.
Por alguna razón aún inexplicable, Santos traicionó a Uribe, se traicionó a si mismo y traicionó a la mayoría del pueblo colombiano al optar por “negociar” la paz con el enemigo, algo que los narcoterroristas nunca lo pidieron. Y aceptó que las conversaciones se realicen en territorio “neutral”, esto es, en La Habana.
Si algún sitio existía no neutral, era Cuba. Fidel y su hermano Raúl fueron los principales propagadores de la insurgencia guerrillera no solo en la América Latina sino inclusive en África, con Angola y el Che. Y han sido y con seguridad siguen siéndolo, enlace clave del tráfico de drogas hacia Estados Unidos y Europa.
El propio Pablo Escobar lo testificó y lo corroboró su íntimo colaborador Popeye. Cuando el general cubano Ochoa pretendió oponerse a Fidel en el negocio criminal del narcotráfico en la Isla, fue fusilado. Las FARC, sin el apoyo de los Castro y sin el financiamiento de las drogas, no habrían subistido. Y hubieran sido eliminadas si Santos seguía la línea Uribe.
El pronunciamiento por el NO fue mayoritario en solo 60.000 votos pero sin duda habría sido aplastante si la pregunta planteada no era mañosa: ¿está usted en favor de la paz o de la guerra? En realidad la cuestión era y es: estamos por la paz, pero según las condiciones impuestas por el Estado soberano, no por la insurgencia guerrillera.
Negociar en La Habana, como ocurrió durante seis años por decisión de Santos, es como sí Franklin D. Roosevelt hubiera aceptado conversar con Hitler en su bunker cerca de Berlín, en plena guerra, antes de la rendición. Lo ocurrido en Colombia el domingo en este aspecto es aleccionador no solo para el país, la región y el mundo, sino que además tiene proyección histórica.
Los invasores sino/soviéticos se hallaban virtualmente derrotados y en plan de retirada cuando el General Douglas MacArthur, comandante de las fuerzas militares en Corea, pidió autorización para darles el golpe de gracia. Pero Truman, que dio fin a la II Guerra Mundial con las dos bombas atómicas en el Japón, no respaldó a MacArthur y prefirió inclinarse por el armisticio.
Es lo que quería el bloque sino/soviético, dado que su economía estaba debilitada por la guerra y el centralismo. El imperio sobrevivió y se esparció por el orbe tras la Cortina de Hierro, involucrando a Corea del Norte, Alemania Oriental y demás satélites de la órbita soviética. Envalentonados, invadieron luego a Vietnam.
Allí se repitió la actitud prevalente con MacArthur en Corea, pero con peores consecuencias. El principio militar de ir a la guerra para ganarla, tampoco se aplicó aquí. No se la ganó ni se firmó un armisticio: hubo una derrota vergonzosa. Quedan vívidas las imágenes de las tropas del “mundo libre” fugando de la península a como de lugar.
Si hubiesen existido condiciones para un referendo como en Colombia, es probable que los coreanos habrían apoyado en masa a MacArthur y no a los comunistas. Igualmente, en situación ideal, el respaldo popular habría sido contrario a los vietcongs en la guerra vietnamita, en un hipotético llamado a plebiscito.
Por fortuna en Colombia esa oportunidad existió y pese a la presión por el SI de los medios de comunicación, de Obama, del Papa Francisco, del Secretario General de la ONU y más progresistas de todo el orbe, el pueblo dijo NO a Santos. La paz tendrá que venir, pero con la capitulación del narcoterrorismo y no viceversa.
El acuerdo de Santos garantizaba a los narcoterroristas bancadas seguras en el Congreso, amnistía por asesinatos, raptos, violaciones y exención de compensaciones a las víctimas de los actos de terror. Y, por supuesto, luz verde para que se reintegren a la vida política nacional y opten por la función pública de nombramiento directo o por voto.
Pablo Escobar, en pleno ejercicicio del narcotráfico en su nivel de más alta criminalidad, triunfó en buena lid en las elecciones para legislador, aunque más tarde fue descalificado. Los narcotraficantes, con el acuerdo Santos, habrían actuado libremente y con todo el dinero del narcotráfico para captar el poder en tiempo récord.
¿Hubieran abandonado la mina de oro del mercado de drogas por el acuerdo Santos? Eso sería estúpido suponerlo. El dinero y la ayuda de Santos habrían sido el instrumento para captar el poder, sin el uso de las armas y el terror. Una vez en el poder, no habrían fortalecido la democracia a la que han combatido por más de 50 años. Habrían manipulado al sistema para hacer de Colombia otro paraíso del “socialismo del Siglo XXI”.
Con los ejemplos de Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Argentina, Brasil, Ecuador o los que se les asemejan en la Europa invadida, desorientada, quebrada pero ya con síntomas de la rebelión surgida en la Gran Bretaña con el Brexit.
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Los colombianos han detenido a tiempo esa tendencia y merecen aplauso y admiración universales. Santos mintió al pueblo. Anastasia O´Grady advirtió del peligro que sobrevenía, al escribir días atrás en el diario The Wall Street Journal lo que se transcribe a continuación:
Opinión: Santos les hace trampa a los colombianos
Incluso si en el plebiscito del 2 de octubre los votantes aprueban el contaminado acuerdo entre el gobierno de Colombia y los narcoterroristas de las FARC, eso no traerá la paz para el país
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Juan Manuel Santos, presidente de Colombia. Photo: Reuters
La paradoja de la política de relaciones exteriores del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, es que sus compromisos con los enemigos de la libertad en busca de la paz están dejando al mundo más violento, polarizado y peligroso. Esto es especialmente cierto en América Latina.
El 2 de octubre, Colombia realizará un consulta popular en la que los ciudadanos tendrán la oportunidad de aprobar o rechazar un acuerdo entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), un grupo designado por el Departamento de Estado de EE.UU. como una organización terrorista. El acuerdo, respaldado por el presidente Obama, les otorga amnistía a las FARC por sus crímenes de guerra, que incluyen el reclutamiento de miles de niños soldados, masacres de pueblos, asesinatos políticos, bombardeos y secuestros.
Bajo el pacto, negociado y firmado en La Habana, las FARC también recibirán escaños en el congreso sin necesidad de someterse a elecciones y beneficios sociales. El grupo recibirá también decenas de estaciones de radio con el fin de que pueda diseminar su propaganda, un privilegio que no tiene ningún otro partido político.
El acuerdo no requiere que las FARC paguen ninguna reparación financiera a sus víctimas, a pesar de que los capos narcoterroristas tienen un patrimonio estimado en los miles de millones de dólares. Las reparaciones serán pagadas por ciudadanos que respetan la ley a través de aumentos significativos de los impuestos. Las FARC han dicho que no entregaran sus armas hasta que todo esté listo. Entre tanto, recibirán armas y capacitación para hacer cumplir el acuerdo.
¿Qué podría salir mal?
Pregúntele a los cubanos que han tenido que aguantar las consecuencias de otro proyecto con el que Obama busca cimentar su legado: la decisión en 2014 de normalizar las relaciones con la dictadura militar y aumentar el intercambio económico de EE.UU. con la isla. Desde entonces, la represión en Cuba se ha disparado, y el gobierno se ha vuelto más audaz en sus actividades conjuntas con estados peligrosos como Corea del Norte.
Venezuela es también más brutal desde que Obama intentó mejorar las relaciones con Hugo Chávez en 2009. Recientemente, el Departamento de Estado ha pasado meses titubeando sobre “diálogos” entre la asediada oposición y el régimen militar del país respaldado por Cuba, cuando Washington pudo haber estado aumentando la presión internacional para un regreso a la democracia.
El apoyo de Obama al acuerdo entre Colombia y las FARC completa la trifecta latinoamericana. En 2009, Colombia estaba unida contra las FARC y celebrando su casi derrota en el campo de batalla liderada por el presidente Álvaro Uribe Vélez.
Ahora el país está siendo dividido por la firma del acuerdo, que es prácticamente una rendición, y por tácticas de intimidación maliciosas del gobierno diseñadas para silenciar a quienes disienten y obligar a los colombianos a tragarse el pacto. El presidente Santos está abiertamente comprando votos al prometer a poblaciones alrededor del país de que si votan por el “sí” canalizará fondos del gobierno a sus municipios. Puede que el mandatario tenga suficientes trucos electorales bajo la manga para producir una declaración de victoria oficial. Pero solo un tonto creería que producirá la paz.
Los colombianos no confían en Santos porque el presidente tiene problemas para cumplir su palabra, decir la verdad y ajustarse a la ley. He sido testigo de primera mano de esto.
Hablé por teléfono con él en septiembre de 2012, justo después de que filtraciones de prensa lo obligaron a admitir que había estado negociando con las FARC en Cuba por casi un año. Había promedio públicamente que nunca negociaría hasta que las FARC dejaran las armas.
En nuestra conversación telefónica, dijo que cualquier acuerdo con las FARC estaría sujeto a aprobación de los colombianos en un referendo. Este proceso, como se define en Colombia, consistiría de varias preguntas para permitir que el electorado rechazara aspectos del acuerdo.
Pero cuando el presidente se dio cuenta de que si los colombianos tenían el poder de decidir sobre su propio destino, no aceptarían las exigencias de las FARC, incumplió su promesa. El mandatario anunció que en su lugar realizaría un plebiscito con una sola pregunta a favor o en contra de la totalidad del acuerdo.
Dada su amplia impopularidad, era poco probable que el plebiscito de Santos obtuviera el 50% de participación necesario para ser válido. Así que realizó otro truco al lograr que el Congreso colombiano redujera el umbral de participación necesario a 13%.
La Corte Constitucional, que se inclina hacia la izquierda, permitió todo esto. Pero también dijo que la pregunta de la consulta no podía ser redactada en términos de votar a favor o en contra del acuerdo de paz. Santos respondió que podía hacer la pregunta como quisiera.
El acuerdo consta de 297 páginas y no es especulación sugerir que pocos colombianos lo leerán. En lugar de eso, tendrán que responder a la pregunta de “¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?”. Como lo ha observado el ex viceministro de Justicia Rafael Nieto, la redacción viola directamente la orden de la Corte Constitucional. También evita mencionar tanto a las odiadas FARC como al poco popular Santos. Tal vez más indignante es el hecho de que engaña al púbico sobre las posibilidades de paz, porque los disidentes de las FARC, sus socios delincuentes en el negocio del narcotráfico y el otro grupo guerrillero, el ELN, seguirán activos.
La familia criminal de los Castro quiere a toda costa este acuerdo, lo cual puede ser la única forma de explicar por qué Obama quiere ponerle el sello de aprobación de EE.UU.
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