El Papa Francisco, como se intuía, se convirtió en el campeón de los inmigrantes que llegan a los Estados Unidos ilegalmente por tierra, mar y aire, exhortándoles a que se mantengan firmes en su decisión, sin pena ni vergüenza frente a quienes reprochan su proceder.
Es incomprensible, e inaceptable, que tales consejos provengan de quien es considerado acaso la primera autoridad moral del planeta, porque su prédica se sustenta precisamenete en el sometimientro a la ley, a los mandamientos y a los preceptos de una doctrina y de una religión que es acatada por millones.
Ninguna religión es concebible sin sus códigos, que reflejan sus conceptos de lo moral. Igual ocurre con las sociedades y las naciones, que se unen y estructuran en torno a consensos de moral y conducta, traducidos en leyes y normas que todos acuerdan cumplir.
De otro modo las sociedades se corrompen o disuelven. Estados Unidos, el país que el Papa acaba de visitar, es uno de los mejores ejemplos de una nación sustentada en la ley, historia que arranca con la Declaración de la Independencia de 1776 y se afianza con la Constitución de 1778. Es el eje jurídico/moral macizo que ha permanecido inalterado desde entonces.
Gracias al respeto a la ley y al sistema de gobierno basado en el consenso de los gobernados y en la libertad de mercado, la prosperidad ha florecido en este país hasta alcanzar una grandeza sin precedentes. Las naciones que se han aproximado a su modelo han gozado de progresos similares, al tiempo que la parálisis y el retroceso caracterizan a sus antípodas.
La intención del Papa Francisco, al proteger a los que quiebran la ley, es de falsa compasión. Como es falsa su modestia al preferir un diminuto Fiat 500 para recorrer las calles por varias ciudades norteamericanas. Si fuera real su preocupación por la suerte de los migrantes de aquí y de Europa, lo honesto habría sido que analice las causas que motivan su éxodo.
Nadie, con las excepciones de rigor, abandona su terruño por capricho. En la Grecia de Temístocles se condenaba al ostracismo a los que ponían en peligro el régimen establecido. Era una condena “a la muerte social”, castigo que para algunos era peor que la propia muerte física. La dictadura castrista obligó al exilio a más de 2 de los 11 millones de habitantes de la Isla.
El exiliado recuerda constantemente sus raíces, pero ha llegado de modo admirable a asimilar la nueva cultura. El Papa Francisco, defensor de la ilegalidad, viajó a Cuba para abrazar a Fidel, consolidando el perdón a los horrores de su dictadura de más de 50 años, en alimón con Obama.
En el caso de los migrantes árabes musulmanes que están invadiendo a Europa, casi todos hombres jóvenes, se cree que el móvil es ideológico y político al mismo tiempo. Al parecer reciben órdenes de los altos mandos del Islam para tratar de conquistar por tercera vez a Europa, ahora sin cimitarras ni disparos.
En cuanto a los que vienen de América Latina, especialmente de México y Centro América, lo hacen porque las condiciones de vida y de trabajo son allí precarios y “gringolandia” los atrae como faros en la oscuridad de la noche a los insectos. No llegan “por amor”, como dijo el aspirante a la presidencia Jeb Bush (casado con mexicana), sino porque aquí hay más oportunidades para trabajar.
El Papa debió haber dirigido sus sermones no a los “gringos malos”, que a lo largo de varios siglos han sido los más hospitalarios de la tierra, sino a los malos gobernantes y a las malas clases dirigentes de los países de los cuales huyen los migrantes empobrecidos, entre ellos de Argentina, su tierra natal.
¿Por qué no denuncia a los gobiernos y sistemas corruptos de México, Argentina, Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, El Salvador, Cuba y, casi sin excepción, de todos los demás del área? ¿Acaso las condiciones en los Estados Unidos son mejores porque su raza es superior o porque por algún milagro brotaron fábricas, hidroeléctricas, tractores, automóviles y los Apple?
Quizás piensa el Papa, como muchos que nunca dejaron la adolescencia intelectual, que el poderío norteamericano obedece a la explotación que ha hecho de los pueblos del orbe, por lo que es justificable que los pobres del orbe oprimido vengan a recuperar lo perdido, en plan de conquista como el los árabes en Europa.
En Estados Unidos ni la raza es superior, ni se ha operado otro milagro que el de la aplicación del sistema de 1776/1778. La “raza” es hoy heterogénea, anglosajona en principio para luego mezclarse con grupos de toda Europa y Asia y más y en los últimos decenios de Hhispanoamérica, aparte del componente de la negritud.
Los inmigrantes se han fusionado, asimilando la cultura nueva, liberal y democrática, innovadora y revolucionaria. Constituye una incógnita si las centenas de miles de musulmanes que han ingresado últimamente al país con el apoyo de Obama seguirán esa tendencia, pues se aislan y en algunos casos (51%) buscan vivir con la ley Shariah, incompatible con la Constitución.
La inmigración no está detenida ni prohibida, excepto la ilegal. Y así lo será porque este es un país de leyes, que el Papa Francisco no podrá alterar. Como tampoco podrán afectar sus ataques al sistema económico que impera en la nación, reductor de la pobreza como ningún otro en la historia. Y que tanto atrae al migrante de los más distantes confines.
Sobre las digresiones del Papa acerca del capitalismo democrático, bastan para alcararlas las observaciones precisas del escritor y periodista cubano Carlos Alberto Montaner, publicadas en días pasados por el Diario El Nuevo Herald de Miami, que se transcribe a continuación:
Los congresistas norteamericanos invitaron a almorzar al papa Francisco. Su Santidad prefirió irse a comer con un grupo de desamparados en una institución caritativa de la Iglesia.
Fue una selección predecible. La Iglesia católica valora extraordinariamente la relación con los pobres y, de alguna manera, ensalza la pobreza, la austeridad, y castiga el “consumismo”. Lo dijo San Basilio y lo suele repetir el papa: “El dinero es el estiércol del demonio”.
Así es desde que Jesús, que había nacido en una cueva, comenzó a predicar y eligió a sus apóstoles, una docena de personas de muy escasos recursos, algunos de ellos pescadores.
Cuando la Iglesia creció y se asentó, esta impronta se mantuvo durante varios siglos en la veneración por los eremitas que se apartaban del mundo y se refugiaban en el desierto para agradar a Dios mediante una vida de privaciones y soledad. Simeón alcanzó la santidad por pasar muchos años encaramado en una columna.
A mi juicio, la Iglesia insiste en un discurso contradictorio enquistado en unos orígenes al servicio de muchedumbres de pobres y enfermos, situación que tiene una escasa relación con el mundo contemporáneo.
Sin duda, durante milenios, la pobreza era el único horizonte posible de la mayor parte de la especie. Pero desde hace menos de 300 años ese panorama comenzó a cambiar a partir de la revolución industrial, de la ampliación y sofisticación de las redes comerciales y de la aparición de la idea del progreso como objetivo social.
No es verdad que el capitalismo excluye natural o deliberadamente a las personas. ¿Por qué habría de hacer algo tan estúpido? Lo que les interesa a los productores de bienes y servicios es que haya pleno empleo y todos puedan consumir. La lucha del capital es porque se expandan el perímetro del mercado y la intensidad del consumo. Es al revés: lo que constriñe la maquinaria económica es la improductividad y el no-consumismo.
Le bastaría al papa, o a cualquiera, asomarse al Índice de Desarrollo Humano que publica anualmente la ONU para advertir que los 25 países más desarrollados del planeta son democracias liberales en las que la producción y las transacciones económicas se llevan a cabo dentro de las normas del mercado y la propiedad privada.
No es verdad que el mercado es ciego y carece de virtudes. El mercado es la suma de las decisiones racionales de millones de personas que van modificando constantemente el panorama económico con sus acciones. Es una expresión natural de la libertad individual. Ese crecimiento u orden espontáneo del mercado va a depender de muchos factores incontrolables y, por lo tanto, impredecibles, pero generalmente beneficiosos.
Tampoco es cierto que la competencia es inhumana o expresa una actitud codiciosa. Se compite para satisfacer a los consumidores y en ese proceso se depuran y mejoran los productos y los servicios ofertados.
El papa y la Iglesia, para reducir la pobreza, tienen que descubrir, como Deng Xiaoping, que “enriquecerse es glorioso”, pero no por las ventajas que ello trae para quien lo logra, sino porque en ese proceso por alcanzar la gloria de la riqueza los emprendedores sacan de la miseria a numerosas personas. En China, 400 millones han abandonado sus penas económicas gracias a emprendedores tercamente empeñados en triunfar.
La experiencia nos ha enseñado que en las sociedades guiadas por el mercado y no por las decisiones o caprichos de los funcionarios y comisarios, la producción, la productividad y la complejidad de lo producido son mucho mayores y, por ende, los salarios son más altos y las clases medias resultan absolutamente dominantes. Ese es el “secreto” de las admiradas sociedades escandinavas y, en general, del primer mundo.
Hace muy bien la Iglesia en practicar la compasión con los necesitados –Caritas es una institución ejemplar–, pero esa actividad, como la sopa que se les daba a los mendigos en los conventos, alivia el hambre o las necesidades inmediatas (lo que no es poca cosa), pero no soluciona el problema de la pobreza y, con frecuencia, genera una penosa dependencia y una perversa dinámica asistencialista-clientelista.
¿Es tan difícil entender que la riqueza sólo se crea de manera permanente en empresas que generan beneficios, ahorran, invierten, crecen y pagan impuestos? ¿No es obvio que las personas instruidas y con buenos hábitos laborales benefician a las empresas y, simultáneamente, se benefician ellas de sus saberes y comportamientos? ¿No nos explica este comprobable fenómeno lo que hay que hacer para disminuir la pobreza?
Lo irónico es que la Iglesia Católica se nutre de las exitosas sociedades capitalistas mientras no deja de condenarlas. Sin los excedentes que ellas producen y entregan –en el pasado fue el diezmo– no sería posible sostener una estructura parcialmente improductiva como es la jerarquía eclesiástica.
No sé si el dinero es el estiércol del diablo, pero estoy seguro de que sin él ni siquiera existiría un papa instalado en un palacio del Vaticano.
No comments:
Post a Comment