Es lo que dice el ex alcalde de la ciudad de Nueva York Rudy Giuliani, a quien le tocó sobrellevar la tragedia de la destrucción de las Torres Gemelas que causó la muerte de millares de personas, casi 3.000 si se añaden las víctimas de los atentados terroristas simultáneos del Pentágono y Pensilvania.
En el artículo, publicado por The Wall Street Journal y que se transcribe en inglés al final de esta nota, Giuliani sostiene que transcurridos 14 años del peor de los atentados del terrorismo árabe musulmán contra los Estados Unidos, el enemigo no ha sido derrotado y más bien sigue ganando terreno en todos los frentes.
“Estamos peor que antes del 9/11”, dice. Y esa es la realidad a la que le ha conducido al país el actual gobernante Barack Hussein Obama. Otrora, a los enemigos se los derrotaba, se les imponía condiciones de paz y más tarde inclusive se convertían en socios bajo comunes parámetros de libre comercio y albedrío, como Alemania y Japón.
Luego del 9/11, Estados Unidos invadió Afganistán e Irak en retaliación por el atentado del 9/11. En Irak, tras una revaluación militar, se doblegó a los terroristas del Al Qaeda y se consolidó un gobierno democrático, al que había que respaldarlo hasta que se fortalezcan sus sistemas de defensa interna y externa, como ocurrió en Alemania y Japón.
Pero en el 2011, Obama ordenó el retiro de tropas e Irak se deshizo dando oportunidad a que el terrorismo vuelva a expandirse con el armamento que las tropas norteamericanas dejaron en retaguardia. ISIS/ISOL formó rápido un ejército de 50.000 hombres bien armados, para defender y expandir el primer estado islámico o califato moderno en el Medio Oriente.
Obama lo dejó crecer y ahora esa región es un caos. Los crímenes que los terroristas han cometido son horripilantes, contra cristianos, mujeres, niños e inclusive árabes musulmanes rebeldes. La violencia en Irak y Siria y zonas aledañas ha desatado un éxodo irrefrenable, que abarca no solo a los refugiados de guerra, sino a árabes de otros país que buscan mejores condiciones de vida en Europa.
Hay informaciones confiables que indican que entre los refugiados, el ISIS está enviando terroristas jihadistas para elevar el número de los infiltrados que ya se hallan en países europeos y en los Estados Unidos. El ataque del 9/11 no ha servido, como Pearl Harbor en 1941, para preparar al país a un guerra contra su mortal enemigo, sino para acomodarse y someterse a él.
Irán, teocracia dirigida por un Ayatola desde 1979, es la tiranía que se ha declarado como enemigo número uno de los Estados Unidos. Desde su inicio ha sido la principal promotora del terrorismo en el mundo, con alcance inclusive en Argentina. Tiene jurado pulverizar a Israel y destruir al “imperio satánico” norteamericano.
Por decisión de Naciones Unidas, Irán estaba prohibida de desarrollar armas nucleares o convencionales de largo alcance, para lo cual se le impuso sanciones comerciales y financieras preventivas. No por iniciativa del Ayatola, sino de Obama, se iniciaron conversaciones para llegar a un acuerdo para levantar las sanciones.
Lo ha conseguido, finalmente. Desde su campaña presidencial en el 2008 había considerado injusto el desequilibrio militar en Medio Oriente, ya que Israel disponía de armas nucleares e Irán no. Ahora las tendrá, bajo la simulada condición de que será dentro de 10 años, plazo que nunca se cumplirá.
El Congreso de los Estados Unidos ha sido cómplice en esta capitulación frente al mayor enemigo. Aceptó que el diálogo iniciado se plasme no en un tratado sino en un acuerdo ejecutivo, para evitar el bloqueo legislativo. Pero, para suavizar las críticas, se advirtió que el acuerdo sería revisado por el Congreso, en toda sus integridad, incluyendo acuerdos paralelos.
Dos acuerdos no fueron incluídos por Obama, uno referente al derecho de Irán de revisar por si mismo sus instalaciones, sin observadores extraños. Se intentó bloquear el acuerdo general si el gobierno no exhibía tales acuerdos adicionales, pero los demócratas y algunos republicanos dóciles lo impidieron.
En la votación general, que se realizará la próxima semana, se espera que ningún republicano vote a favor del acuerdo Obama/Ayatola y que se sumen algunos legisladores demócratas de ancestro judío. Será vetado por Obama, pero el veto no tendrá fuerza, porque al menos 43 senadores demócratas se opondrán al veto, dándole el triunfo a Irán.
Será otra ley (acuerdo) que Obama presiona al Congreso para aprobarlo sin consenso partidista. No era esa la intención de los que fundaron la República en el siglo XXVIII. El sistema de gobierno que se instituyó con la Constitución, inpirada por la Declaración de la Independencia, se basaba en el consenso de los gobernados y ese consenso era resultado de la distribución del poder en tres ramas.
El Obamacare fue aprobado en forma similar, sin respaldo de ningún voto republicano y es una desastre. Para tratar de aplicarla, Obama ha rehecho la ley y ha tomado fondos para subsidios que no le fueron asignados por el Congreso. Un juez federal acaba de dictaminar que ello es inconstitucional y que los Estados podrían seguirle juicio. O que el Congreso podría eventualmente llamarlo a interpelación.
Los fundadores del país estipularon que las leyes tenían que ser cortas y claras, para evitar confusiones. El Obamacare es todo lo contrario, tiene casi 3.000 páginas y la líder de la Cámara Baja, Nancy Pelosi, ordenó a sus coidearios demócratas y no demócratas que la aprueben sin leerla, que ya lo podrán hacer más tarde.
El Obamacare tenía y tiene la oposición de 3/4 de la población e igual o mayor porcentaje de desagrado existe por la capitulación ante Irán. Obama representa una minoría “progresista” que incluso le ha impuesto a la Corte Suprema la expedición de resoluciones que son leyes, como el derecho al matrimonio gay, que no existe en la Constitución.
La única rama capacitada para legislar es el Congreso, a nivel federal y estatal. El pueblo se pronunció en contra del matrimonio gay en 37 de los 50 Estados de la Unión, por voto directo o por resolución de las Cámaras. Pero los jueces estatales y finalmente la Corte Suprema han vulnerado la voluntad popular, legislando contra natura en favor de la igualación del matrimonio gay con el matrimonio tradicional.
La Constitución de 1778 ha sido despedazada por esta administración y le ha dejado al país sin liderazgo en el frente externo y desmoralizado en el frente interno. “Con los terroristas no se negocia, a los terroristas se los mata”, dijo en una asamblea popular Sarah Palin, ex candidata republicana a la vicepresidencia.
Con esa misma frustración, la mayoría está indignada ante el avance de la minoría “progresista”, que en tan corto período de gobierno ha hecho tanto daño a la nación. La alternativa será llevar a la Casa Blanca y al Congreso líderes que sientan de verdad a los Estados Unidos y tengan voluntad y energía para detener a la nación antes de que se precipite en el abismo de la autodestrucción.
Por el momento, quien parece cristalizar esos sentimientos es Donald Trump y de ahí su alta popularidad.
The anniversaries and other reminders of the Islamic extremist attacks of Sept. 11, 2001, stir a torrent of thoughts and emotions. But we should try to focus on those most relevant today.
A sensitive and appropriate 9/11 museum has now been built. A new tower has emerged as a great work of architecture adding to the world’s most-iconic skyline. Lower Manhattan, specifically the immediate vicinity of the World Trade Center, which many of us feared might be abandoned in the wake of these attacks and constant threats of future attacks, has more than doubled in population.
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It has gone far beyond the goals we set in 1994 when we secured passage of a law allowing the use of many of the older buildings and sites in the area for residential as well as office and commercial uses. All of this is a good sign that New Yorkers have not only met but exceeded the challenge I gave on the evening of Sept. 11, 2001: that New Yorkers should become stronger as a result of the attack.
It would be a mistake, however, to conclude that 9/11 is now simply a part of the nation’s history, like Pearl Harbor. Because there is one big difference. The causes and hatreds that created 9/11 are still with us, and the terrorists have enlisted members who are even more diverse, cunning and determined. The Islamist terrorist war against us continues. This is not a matter of history but of current and future threats.
Remember, this war against us did not start that September day in 2001. It had been going on for a long time. The plane hijackings and killing of innocent people by Islamist terrorists, and their murderous attack on the Israeli Olympic team in Munich, occurred in the late 1960s and early 1970s. In the late 1970s, Iran’s theocratic rulers began killing hundreds of thousands of their own people and took American hostages that the regime held for 444 days. In 1985, Leon Klinghoffer, an American citizen in a wheelchair, was shot and thrown into the Mediterranean from a cruise ship by Islamist terrorist hijackers merely because he was Jewish. They were acting on the orders of Palestine Liberation Organization leader Yasser Arafat, later a Nobel Peace Prize recipient (so much for the Nobel organization’s legitimacy).
The same World Trade Center in New York was attacked by Islamist terrorists in 1993. The bombings of U.S. embassies in Kenya and Tanzania, and the attack on the naval vessel the USS Cole, which in prior administrations would have been considered an act of war, all happened in the late 1990s.
All of this should have suggested to America’s leadership that war was being waged against us. In case there was any uncertainty about the intentions of these people, Osama bin Laden clarified it by declaring war on us in the late 1990s. Instead of treating these incidents as part of a war, we treated them as discrete, individual crimes. All of these horrendous terrorist acts, and bin Laden’s declaration of war, shared one objective: destruction of the infidel. They were all undertaken in the name of an extremist interpretation of Muhammad’s call to jihad.
But America was in denial.
Now, once again, the terrorist attacks under the banner of jihad are increasing and diversifying. With so many such attacks and thwarted attacks over the past five or six years, we must recognize that “they”—those who want to destroy civilization—are continuing the war against us.
Yet those running our government seem to be in an even greater state of denial than the nation was in during the period before Sept. 11. Now, instead of bin Laden, Iran’s supreme ayatollah has declared that he wants to destroy Israel, to continue to kill Americans and to establish an Islamic empire including Iraq, Syria and Yemen—and the terrorist groups Iran supports. At the same time, the group known as Islamic State, or ISIS, has declared a caliphate seeking the destruction of Christianity and other infidels, and now occupies key areas of Iraq and Syria.
As we reflect on the attacks of Sept. 11, 2001, we must remind ourselves that all the wickedness underlying those attacks still exists and has expanded. We may very well be in more jeopardy now than before 9/11. Attacks such as those at Fort Hood, the Boston Marathon and similar incidents in Europe and around the world reveal that many enemies, not just one, are united in purpose: the destruction of our way of life. Each of these attacks may be more limited than the coordinated terrorist assault on Sept. 11, but they are frequent and hard to anticipate, causing widespread fear, the ultimate goal of terrorism.
We must acknowledge this war being waged against us, increase the military’s capacity to deal with it and, most important, train police to recognize the precursors of terrorist acts. U.S. military and intelligence capacity must not be drastically cut as proposed by this administration. It should be quantitatively increased and strategically improved.
The Obama administration appears likely to get its nuclear deal with Iran—even though it gives the ayatollahs access to hundreds of millions of dollars that will be used to sponsor terrorist acts against us and our allies, and puts the regime on the road to becoming a nuclear power. The deal makes war, either conventional or nuclear, more likely.
But there are alternatives to war. The Iranian regime to this very day maintains a two-dimensional approach to us: negotiate with us while maintaining policies on the destruction of Israel, death to Americans and supporting Islamist terrorism. The American leadership should be at least as shrewd, using a two-pronged counter approach: While attempting to reach an agreement assuring a nonnuclear Iran, we should also recognize and support the Iranian resistance movement. It is absurd that we supported regime change in Egypt, a U.S. friend, and regime change in Libya, a neutered country that had abandoned its weapons of mass destruction, and yet have done nothing to support it in Iran.
On this 14th anniversary of the worst foreign attack on U.S. soil, let us honor our fallen on Sept. 11 and in Iraq and Afghanistan by pursuing a policy reflecting America’s true purpose—to offer hope for the future of mankind and, in particular, for the freedom and dignity of people who have lived under deadly intimidation for decades.
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