No parece una exageración sostener que, a la postre, lo que la humanidad enfrenta es una lucha eterna entre utopistas y no utopistas, en medio de la cual quienes se ubican entre los primeros, buscan el poder para imponer sus criterios por la fuerza.
La utopía brota de observar que hay inequidades en la sociedad, en todos los niveles y todos los órdenes. Para comenzar, hay dos sexos diferentes y las tallas, el color de la piel y contextura de la gente difiere en las naciones y en los continentes.
También varían los talentos. Unos son más listos que otros, las mujeres son de temperamento y aptitud distintos de los hombres y además tienen el don de la maternidad. Es inevitable, además, que haya seres más aptos para una tarea que otros, que unos sean más fuertes y resistentes que otros.
Ello constituye una característica absolutamente connatural, reñida con la aspiración de los utopistas de alcanzar en la tierra una sociedad igualitaria en la que desaparezcan todas las diferencias merced a un sistema y a un líder ideales, aspiración que no pasará de ser eso, una utopía.
El impacto por las desigualdades generalmente brota en las almas frescas de la adolescencia y temprana juventud, cuando aún la realidad se oculta tras el deseo muy justificado de ver que cesen las injusticias y el mal y que en su lugar reinen la paz, la armonía y el amor.
Paulatinamente, con el paso de los años, la acumulación de experiencias y la absorción de la historia, esa ingenua aspiración del advenimiento de una utopía por el solo deseo de quererla cede paso a la reflexión. No a renunciar a luchar contra lo injusto y malo sino a buscarr vías pragmáticas que atenúen sus incidencias en la comunidad.
El mal no desaparecerá. Es cualidad innata de la condición humana, como lo es la capacidad de hacer el bien. El hombre elige y decide. La sociedad mientras mayor su maduración, mayor su comprensión de esta realidad. Lo penoso es que la humanidad ha ido de tumbo en tumbo, una veces con signos positivos en esa dirección, otras en sentido contrario.
El sistema más sensato de convivencia es el establecido en los Estados Unidos desde 1776. Con la Declaración de la Independencia y la Constitución, los fundadores de esta nación convinieron en aceptar esa realidad dual de la condición humana, que la hace propensa al bien y al mal según las circunstancias.
Comprendieron que desde el punto de vista de la comunidad, el peor de los peligros era dejar abierta la puerta para que quien gobierne quede libre de control y se perpetúe en el poder, para actuar sin controles ni plazos. La nación acababa de independizarse del monarca Jorge III de Inglaterra y lo menos que se quería es una continuación de la tiranía.
Desde entonces ha funcionado un sistema de gobierno que ha permitido la expansión del ingenio humano con plenas libertades. Los Estados Unidos se ha convertido, dentro de ese marco, en la mayor potencia económica, militar y cultural de la historia. Lo esencial de ese logro, hay que remarcarlo, ha sido y es la libertad de mercado, inversión y pensamiento.
El principio es aplicable en cualquier punto del globo, si las condiciones son las propicias. La prosperidad que surge es innegable, como innegable es que desaparezca o se carcoma si el sistema se corrompe. Los grados de democracia son variables, pero inclusive cuando han sido débiles y se bloquean, sobreviene la ruina.
El caso más reciente es el de Venezuela, cuya pecaria democracia se había sustentado en una caudalosa riqueza petrolera. Fue dilapidada por Hugo Chávez y la estocada final la está dando Nicolás Maduro, ahora que los precios del crudo están a la baja. Los ejemplos se multiplican por doquier.
Chávez, Maduro, Ortega, Castro, Correa, Morales y más de su estirpe son todos encasillables dentro de una misma cosmovisión: nosotros, parecen decir, sabemos más que la democracia. Más que el mercado, el comercio libre, el flujo de ideas sin regulación. La felicidad colectiva, lo prometemos, no se alcanza sino dosificada y controlada por el Estado.
En el Ecuador de Correa se ha creado un ministerio para el buen manejo del mercado. Otro ministerio u organismo regula el buen pensar y el buen expresarse. Se ha censurado telenovelas porque un burócrata considera algunas escenas “de mal gusto”. Los periodistas tienen miedo de opinar, otros que lo hacían abiertamente, han callado forzadamente.
El pensamiento utopista de la primera juventud evoluciona. No siempre. Persiste en algunos y se torna violento como en el caso de los guerrilleros y terroristas. Muchos de ellos, inclusive tras cometer crímenes, se han arrepentido y reintegrado a la sociedad, desempeñando en algunos casos actividades útiles y encomiables.
No obstante, en algunos perdura el virus del utopismo, llámese izquierdismo o socialismo. Juan Cuvi, ex militante de Alfaro Vive Carajo, escribe en su columna de El Comercio del jueves pasado contra el sistema de mercado libre, a propósito de la provisión de los servicios de salud.
A continuación el artículo, con algunos comentarios intercalados. (De paso, hay que indicar que el utopismo ha llegado a extremos como el de Hitler o Lenin/Stalin, que pretendieron instaurar sociedades igualitarias a un costo de millones de vidas por hambre y genocidio. Usualmente no creen en el Dios de los cristianos o de los musulmanes. Son ellos dioses reencarnados con la misión de esparcir la felicidad de un Estado con controles absolutos).
La mercantilización de la medicina es uno de los mayores obstáculos para garantizar los derechos fundamentales de la gente. Pese a la retórica reivindicativa de los organismos internacionales del ramo, y de varios gobiernos de la región, la salud es un negocio boyante en prácticamente todos los países de América Latina.
La lógica del mercado es tan avasalladora que termina imponiéndose inclusive a las políticas de los denominados gobiernos progresistas. Esto quedó en evidencia en el reciente Congreso de la Asociación Latinoamericana de Medicina Social (Alames) realizado en El Salvador. El sistema unificado de salud implementado en Brasil hace 25 años es considerado un modelo alternativo a escala internacional. Sin embargo, ha posibilitado un enorme crecimiento de los prestadores privados de servicios médicos.
(Los servicios privados prosperan porque satisfacen mejor la demanda)
En Bolivia, la exagerada fragmentación de los servicios y del aseguramiento ha bloqueado todo intento del Gobierno por poner en práctica una política de aseguramiento universal. En Colombia y Perú la privatización del sector prácticamente ha creado un sistema de castas en el acceso a servicios. En El Salvador, las presiones internacionales están forzando al Gobierno a aceptar un modelo de asocio público-privado que mantendrá y profundizará un esquema de rentabilidad antes que de solidaridad. El Ecuador no se queda atrás. Dos investigaciones realizadas en los últimos tres años lo confirman (P. Dávalos: Concentración y centralización de capital en el sector salud. El caso del Ecuador 2006-2010; P. J. Iturralde: El negocio invisible de la salud: análisis de la acumulación de capital en el sistema de salud del Ecuador). En efecto, la modalidad de subcontratación aplicada por el Ministerio de Salud y por el IESS ha desembocado en el mismo punto: la desmesurada transferencia de recursos públicos a grupos monopólicos privados.
Históricamente, el negocio de la salud se aprovecha de la debilidad crónica de los Estados para garantizar un servicio que debería tener una clara preeminencia de lo público. Tanto las limitaciones estructurales del Estado, como la necesidad de los gobiernos de responder a las expectativas de sus electores, presionan por estrategias que reproducen el mismo círculo vicioso: descargar en el sector privado servicios que, por norma constitucional, le competen al Estado.
(La misión del Estado no es proveer de servicios de salud sino de garantizar libertad de mercado a las empresas. El monopolio estatal en ese y otros campos es corruptor e ineficiente. Los servicios privados compiten entre si y sobreviven por el lucro, que no es ningún pecado. El mejor sistema de salud es el privado de los Estados Unidos, que Obama quiere estatizar. Hay una ardua lucha para impedirlo. Los vacíos del sistema privado son de fácil arreglo dentro del sistema. Todo se encarecería y dañaría con la estatización)
Y como todo negocio apunta a la expansión y acumulación del capital, el sector público nunca logra afirmar su hegemonía frente al sector privado. Son estos los temas que deberían ocupar a la Unasur. En medio de la parafernalia festiva por la inauguración de la fastuosa sede del organismo, los gobiernos asistentes deberían fijar una posición que se alinee con postulados que por mucho tiempo han permanecido marginados por el simple afán de lucro
La lógica del mercado es tan avasalladora que termina imponiéndose inclusive a las políticas de los denominados gobiernos progresistas. Esto quedó en evidencia en el reciente Congreso de la Asociación Latinoamericana de Medicina Social (Alames) realizado en El Salvador. El sistema unificado de salud implementado en Brasil hace 25 años es considerado un modelo alternativo a escala internacional. Sin embargo, ha posibilitado un enorme crecimiento de los prestadores privados de servicios médicos.
(Los servicios privados prosperan porque satisfacen mejor la demanda)
En Bolivia, la exagerada fragmentación de los servicios y del aseguramiento ha bloqueado todo intento del Gobierno por poner en práctica una política de aseguramiento universal. En Colombia y Perú la privatización del sector prácticamente ha creado un sistema de castas en el acceso a servicios. En El Salvador, las presiones internacionales están forzando al Gobierno a aceptar un modelo de asocio público-privado que mantendrá y profundizará un esquema de rentabilidad antes que de solidaridad. El Ecuador no se queda atrás. Dos investigaciones realizadas en los últimos tres años lo confirman (P. Dávalos: Concentración y centralización de capital en el sector salud. El caso del Ecuador 2006-2010; P. J. Iturralde: El negocio invisible de la salud: análisis de la acumulación de capital en el sistema de salud del Ecuador). En efecto, la modalidad de subcontratación aplicada por el Ministerio de Salud y por el IESS ha desembocado en el mismo punto: la desmesurada transferencia de recursos públicos a grupos monopólicos privados.
Históricamente, el negocio de la salud se aprovecha de la debilidad crónica de los Estados para garantizar un servicio que debería tener una clara preeminencia de lo público. Tanto las limitaciones estructurales del Estado, como la necesidad de los gobiernos de responder a las expectativas de sus electores, presionan por estrategias que reproducen el mismo círculo vicioso: descargar en el sector privado servicios que, por norma constitucional, le competen al Estado.
(La misión del Estado no es proveer de servicios de salud sino de garantizar libertad de mercado a las empresas. El monopolio estatal en ese y otros campos es corruptor e ineficiente. Los servicios privados compiten entre si y sobreviven por el lucro, que no es ningún pecado. El mejor sistema de salud es el privado de los Estados Unidos, que Obama quiere estatizar. Hay una ardua lucha para impedirlo. Los vacíos del sistema privado son de fácil arreglo dentro del sistema. Todo se encarecería y dañaría con la estatización)
Y como todo negocio apunta a la expansión y acumulación del capital, el sector público nunca logra afirmar su hegemonía frente al sector privado. Son estos los temas que deberían ocupar a la Unasur. En medio de la parafernalia festiva por la inauguración de la fastuosa sede del organismo, los gobiernos asistentes deberían fijar una posición que se alinee con postulados que por mucho tiempo han permanecido marginados por el simple afán de lucro
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