Mientras dentro y fuera de los Estados Unidos todavía hay gente que cree que el presidente Barack Hussein Obama realmente quiere combatir a los terroristas musulmanes, ha pasado desapercibida la celebración de una de las mayores glorias del partido demócrata: el cincuentenario del inicio de la guerra contra la pobreza.
Fue en marzo de 1964 que el presidente demócrata Lyndon B. Johnson anunció la puesta en marcha de un programa que reivindicaría a su partido, el cual debido a su defensa del esclavismo originó una Guerra Civil con más de 600.000 muertos, mayor mortandad que la generada por todas las guerras juntas en las que se vió involucrado este país.
Tras 50 años de la aplicación del plan, el gasto fiscal se ha elevado oficialmente a 22 trillones de dólares, cifra anglosajona equivalente en español a 22 millones de millones de dólares (22 000 000 000 000). La pobreza no ha desaparecido pero el plan si ha conseguido acentuar en un amplio segmento de la sociedad el sentido de la dependencia.
Ese mal está carcomiento a este país como un cáncer y el actual régimen no ha hecho sino fomentar su metástasis por todos los resquicios de la comunidad. Nunca como antes el desempleo bordea el 10%, el subempleo o empleo a medio tiempo se acerca al 20%, siguen creciendo los adeptos a los food stamps y aumentan los subsidiados por invalidez real o ficticia.
El Estado, desde los tiempos de Johnson y pese a los breves intermedios republicanos de Reagan y Bush, se ha vuelto protector e interventor, lo cual viola los principios sustantivos sobre los cuales se erigió esta nación en el siglo XVIII. Los gobernantes demócratas de última data han pretendido volverse campeones de la justicia social y de la caridad.
La guerra contra la pobreza no se la inicia ni termina ni gana con la caridad del Estado. Los 22 trillones de dólares gastados en 50 años no es caridad, es dinero proveniente de impuestos. La verdadera caridad es espontánea, no impuesta y proviene de individuos, de la Iglesia o de instituciones estimuladas por un adecuado sistema fiscal.
El papel de los gobiernos no es lanzar limosnas a los negros por ser negros o a los pobres por ser pobres sino facilitar las condiciones para que las reglas de juego en la sociedad funcionen, de tal suerte que haya oportunidades para crear fuentes de trabajo para los desempleados. Solo de esa forma disminuirán los pobres, los limosneros y los pedigueños.
Por cierto que ese ambiente de libertad para invertir, comerciar y emplear a veces se corrompe porque se violan las leyes de juego. Por ello hay leyes y hay autoridades para hacerlas cumplir y tribunales para juzgar a quienes las contravienen. El problema reside en lograr un justo equilibrio de poder entre los encagados de elaborar, juzgar y hacer cumplir las leyes.
Lo que distingue a los Estados Unidos es su Constitución. Allí se define la manera como equilibrar el poder diversificándolo en las tres ramas clásicas que idearon originalmente los pensadores europeos. Se la entiende mejor al comprender el verdadero sentido de la Revolución Americana, con la cual las 13 Colonias se independizaron de la Gran Bretaña.
Como lo aclara el historiador Michael Medved, la revolución no se la hizo originalmentre en las calles con la barbarie de la Revolución Francesa o la Revolución Rusa. La hicieron los abogados que no querían “rehacer” la patria como Fidel Castro, Chávez o Correa, sino protestar porque en las 13 Colonias se quería aplicar una serie de impuestos injusta y distinta a la que regía en el territorio insular.
Más bien la Americana fue una revolución conservadora, dice Medved, ya que, como lo prueba la Constitución, al crearse la nación independiente se absorbieron las instituciones jurídicas clave del Reino Unido, que allá y acá se conservan con las diferencias obvias del sistema. No hubo el Terror de Francia ni exterminios de la realeza ni hambrunas ni paredones como en Rusia, China o Cuba.
En ningún acápite ni enmienda de la Constitución norteamericana se dice que será misión del gobierno establecer la “justicia social”. Primeramente porque la justicia ni es social ni es antisocial, es simplemente justicia. Lo que los demócratas y socialistas insinúan al decir “justicia social” es redistribución de la riqueza, esto es, quitar a unos para dar a otros.
En ese juego se ha involucrado el actual pontífice, Francisco. También él cree en la justicia social y sin tapujos la llama redistribución. Tampoco hay en ningún pasaje bíblico sustento para su tesis. Al contrario, el robo está claramente condenado como uno de los pecados mortales. En cierto modo también está condenando el ocio (dependencia) cuando clama: “ganarás el pan con el sudor de tu frente” (Génesis 3:19).
El instante en que algún gobernante seriamente alterado en su consciencia por activistas como Saul Alinsky (Obama, Hillary Clinton), súbitamente cree estar más iluminado que quienes fundaron esta nación o que Cristo y se lanzan a transformar el país atropellando la Constitución, la señal es clara. O se detiene la avalancha en los próximos comicios o los Estados Unidos dejará de ser lo que ha sido: la primera potencia del mundo libre.
La I y la II Guerra Mundiales fueron desatadas por quienes no querían que la libertad pervaleciera, sino una dictadura absolutista. Millones de muertos fue la cuota para derrotarlos. Pero entre los aliados de la victoria estaba la URSS, opuesta a la libertad. Extendió su imperio y su doctrina por todo el orbe y aún supervive en este mismo país.
Aunque físicamente la URSS quedó disuelta en 1989, políticamente sigue intacta no tanto en Rusia sino en los Estados Unidos. Alinsky, ya fallecido, tiene sus discípulos en los ambientalistas, los demócratas radicales como Obama y Hillary, la mayoría de periodistas, profesores universitarios y secundarios. Todos ellos quieren crear un nuevo país, sin capitalismo.
Porque el capitalismo es para ellos (y el Papa Francisco) extorsionador y causante de la miseria en el planeta. Y por añadidura, del calentamiento global y del cambio climático. Ayer los simpatizantes de la nueva religión secular salieron a las calles de Nueva York a ensuciarla a nombre de la limpieza del medio ambiente.
Como antes se apoderaron de una pequeña plaza neoyorquina para gritar contra Wall Street. En uno y otro caso contaron con el respaldo de artistas de cine, empresarios, columnistas, políticos, algunos venidos de otros lares en jets privados o en lujosas limusinas, fumando, bebiendo, drogándose. Es un rito con el cual pretenden redimirse de sus excesos.
El influjo socialista/marxista distorsiona a determinados gobernantes y los inclina a volverse protectores y protectivos, rompiendo el equilibrio de poderes y poniendo en rojo las cuentas fiscales. Venezuela está en quiebra, pronto lo estará Ecuador, Europa zozobra, Cuba es un caso perdido. En Estados Unidos, Detroit y las ciudades e incluso Estados en quiebra, todos han tenido administraciones demócratas por años.
La explicación es simple, han gobernado irresponsablemente. Pero la gente insiste en elegir a gente descalificada para gobernar con sensatez y sentido común. Es un acto de masoquismo colectivo, tan viejo como la humanidad. Pero siempre queda la esperanza de que la tradición se rompa en las elecciones de este noviembre y en las presidenciales del 2016.
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