El presidente Rafael Correa y quienes sumisamente le siguen podrán idear cualquier pirueta retórica para justificar lo que están haciendo con el Ecuador, pero jamás convencerán que la vía escogida es democrática.
“La Asamblea Constituyente ratifica y garantiza la existencia del Estado de Derecho” dice un documento oficial del organismo que acaba de instalarse en Montecristi, un pueblito cercano al puerto de Manta, en Manabí, célebre por la manufactura artesanal de sombreros de paja toquilla.
A su vez el Vicepresidente de la Asamblea, Fernando Cordero, a poco de anunciarse las primeras resoluciones del cónclave, ha declarado: “estamos fortaleciendo la democracia con más democracia”.
Las resoluciones se refieren a la clausura del Congreso Nacional, cuyos miembros fueron electos por sufragio popular. No hablan de clausura sino de receso, ni mencionan un lapso de reapertura del Congreso, porque no la habrá. Y dejan sin sueldos a diputados y empleados.
La Asamblea, convocada para introducir reformas a la Constitución, se ha autodeclarado omnímoda. Podrá dictar cualquier resolución, sobre cualquier tema, que nadie podrá cuestionarla, peor revocarla. Podría especularse que tan amplias facultades están por sobre las que supuestamente tiene el jefe de Estado. Pero no hay motivo para ese tipo de digresión: la Asamblea es Correa.
Correa se propuso acabar con el Congreso desde el momento primero de su campaña para convertirse en Presidente. No ha engañado y en su objetivo ha obtenido el respaldo d el 80% de los votos libremente consignados para cualquiera de las convocatorias en que se ponía en juego su autoridad.
¿Convalida ese respaldo de votos su condición de demócrata? Por cierto que no. La democracia es un sistema político y cultural por el cual los ciudadanos convienen en sujetarse sin excepción a leyes y regulaciones que impliquen respeto a la disensión, al libre albedrío, al derecho a la propiedad y credo religioso.
Los actos de Correa y la Asamblea no son democráticos. El oficialismo tiene 80 de 130 diputados y las primeras resoluciones que ha adoptado sin objeción son dictatoriales: la misma proclama de asumir poderes totales, la terminación del Congreso, la supresión de salarios de sus integrantes.
Correa no ha necesitado este extremo burlesco de instalar una asamblea sumisa en la tierra de Alfaro para actuar como dictador. Lo hizo al forzar la salida de una mayoría hostil en el Congreso para sustituirla por otra de fácil manipulación. Cuando este Congreso rehecho intentó contradecir su voluntad, desoyó sus decisiones y ahora simplemente lo clausura.
Intervino en instituciones como el Banco Central, la Superintendencia de Bancos, el Tribunal de Garantías Constitucionales, el Tribunal Supremo Electoral y quitó y puso a sus funcionarios a su antojo. La Asamblea completó la “limpieza” de una plumada, con otras destituciones y nombramientos pedidos por Carondelet.
Muchas han sido las demostraciones autocráticas previas de Correa. Violó los contratos petroleros libremente celebrados por las partes y decidió unilateralmente incrementar la participación del Estado en los excedentes de los precios del crudo en el 99%. Anuncia ahora que desconocerá el Derecho Internacional en los litigios con esas y otras empresas petroleras.
Cuando la caravana motorizada lo movilizaba por las calles de Quito en un día cualquiera, vio o quiso ver a un ciudadano que hacía gestos que le disgustaron. Lo mandó apresar. Cuando la protesta popular subió de punto, ordenó su libertad.
Cuando un asesor norteamericano colaboró (por contrato legal con el Estado) en la denuncia de la pesca artesanal ilícita de aletas de tiburón, que él autorizó que se la realice sin penalidades, montó en cólera y ordenó deportar al “gringo” de inmediato. Surgió la protesta y se supo, entre otros detalles, que estaba casado con ecuatoriana. Alzó el dedo, como César y perdonó su extradición.
Correa tiene mucha prisa por envolver a los ecuatorianos en la felicidad a la que no accedieron por “la larga noche del neoliberalismo”. Para ello no necesitó esperar a la Asamblea y comenzó a gobernar por decretos leyes de emergencia, para no rendir cuentas ni llamar a concursos para obras y servicios que se financien con recursos fiscales. El Congreso, por mandato de la ley, quiso poner freno a estos abusos pero Correa se burló de tal pretensión.
El mandatario ecuatoriano ha respaldado acciones y demandas contra las empresas petroleras extranjeras por parte de habitantes de la Amazonía. Pero no tolera que alguien ose cuestionar a Petroecuador, como lo han hecho los habitantes de Orellana en demanda de obras por parte de ese ente estatal. Los rebeldes forzaron al cierre de algunos pozos y la producción cayó en 30.000 barriles por día, con pérdida de ingresos de 3 millones de dólares diarios.
Petroecuador requiere con urgencia convalecer o desaparecer. Se cita que en 10 años la inversión del ente fue de 967 millones de dólares, en tanto que la del sector privado petrolero, pese a las dificultades, fue de 4.600 millones de dólares. El organismo estatal retiene el 80% de las áreas petrolera potencialmente productivas en contraste con el 20% consignadas a la empresa privada.
Para superar la crisis, Correa impuso un nuevo decreto de emergencia y canceló al presidente Pareja de Petroecuador. Lo ha reemplazado con un militar en servicio activo, el capitán de navío o almirante Fernando Zurita, hecho que solo ocurría con las dictaduras militares. ¿La misión principal que se le encomienda? No la búsqueda de mayor eficiencia en ese “agujero negro” burocrático, sino la represión a los habitantes de la Amazonía. Junto con el anterior presidente de Petroecuador, cayó la cabeza también del ministro de gobierno Gustavo Larrea. (¿Qué comentarán ahora él y su padre, Hugo Larrea Benalcázar, a quien también le “renunció” como ministro de gobierno su jefe José M. Velasco Ibarra?)
Correa, por lo visto, no tiene lealtad con nadie, salvo talvez con el superministro Patiño, a quien le creó el cargo ficticio de ministro del Litoral cuando fracasó como ministro de Finanzas. El presidente no guarda lealtad ni para con su cónyuge belga, a quien le ha prohibido ejercer la función tradicional y obvia de “primera dama”, que quiere decir simplemente ser esposa del líder principal y, por ende, acreedora al respeto, aprecio y figuración en la comunidad.
Cuando Correa y sus áulicos de la Asamblea Constituyente hablan de respetar el Estado de Derecho y fortalecer la democracia con más democracia, lo que están diciendo y haciendo es lo contrario. La historia comprueba la imposibilidad de fortalecer una democracia, quebrándola. Todas las revoluciones más y menos cruentas hechas para “redimir” al hombre, han concluido en muerte, sangre, supresión de libertades y colapso final.
El Papa Benedicto XVI ha hecho pública una encíclica sobre estos temas, precisamente hoy. Ha condenado revoluciones como la rusa o la francesa, cuyos cabecillas pretendieron implantar la igualdad a costa de las libertades. Los iluminados que quieren jugar a dioses se estrellan contra la realidad de las falencias humanas. Quien o quienes intentan la utopía del paraíso terrenal con la imposición de regímenes autocráticos está condenado a fracasar. No hay excepciones.
La meta de un líder con sentido común no es aspirar a utopías. La condición humana, con las implícitas y eternas contradicciones y conflictos entre el bien y el mal, no desparecerán el por capricho de ningún mitómano. La frágil condición humana es inherente a su naturaleza. Lo único razonable en un líder preocupado por la suerte de sus semejantes será propiciar un sistema de convivencia humana pacífica que procure atenuar las contradicciones y conflictos y que por lo mismo se sustente en la oferta real y libre de oportunidades para que la mayoría ciudadana progrese económica, síquica, física y anímicamente según sus facultades.
Esa búsqueda de la felicidad no debe coartarse con la supresión de libertades. Cuando el mitómano pretende la felicidad colectiva mediante la igualación de resultados está conminada a suprimir las alternativas de la libertad. Y sin libertad no hay democracia. Sin democracia se obstruye la opción, que esta si debería ser igual para todos, de buscar la felicidad. El irrespeto a las leyes y a las instituciones democráticas, no es democrático: es dictatorial.
Eso es lo que están haciendo en el Ecuador Rafael Correa y “su” Asamblea Constituyente. Los hechos están allí, son elocuentes por si mismos y cualquier palabrería en contrario no los altera.
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