Pocas personas menos autorizadas para salir en defensa de la imparcialidad de los jueces que el actual Presidente de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, John Roberts. Parecería contradictorio, dado su rango, pero esa es la realidad.
Roberts acaba de impugnar la crítica que hizo el Presidente Donald Trump al Juez Federal del Noveno Circuito, Jon S. Tigar, con sede en San Francisco, por pretender bloquear sus políticas de inmigración frente a la invasión de migrantes por la frontera sur.
Trump condenó la interferencia del juez, uno de 67, acusándolo de estar parcializado por ser partidario de Obama, quien lo nombró. La medida del juez contradice su decisión de impedir el acceso de ilegales a territorio norteamericano mientras se tramitan sus solicitudes de asilo.
Los invasores, provenientes de varios países centroamericanos, intentan llegar a la frontera por cualquier medio para pisar tierra estadounidense. Según una dispoción de Obama (catch and release), las autoridades deben capturar a los ilegales y lieberarlos tierra adentro, para que a posteriori se presenten ante un juzgado a conocer el fallo del juez.
Casi sin excepción, los ilegales no regresan y pasan a engrosar los millares de inmigrantes sin papeles que se pierden a lo largo y ancho de la nación ocultos a los gendarmes de fronteras que deben capturarlos para deportarlos. Con Trump esa trampa ha terminado y el "catch and release" se ha convertido en "catch and detention", captura y prisión.
En adelante los invasores que buscan asilo (casi ninguno, pues la mayoría viene por empleos mejor remunerados) serán detenidos en las fronteras y deberán permanecer en territorio mexicano hasta que llegue el fallo de los jueces sobre el pedido de asilo, lo que puede durar meses o años.
Uno de los diarios anti Trump, The Washington Post, publicó que el gobierno actual de México de Peña Nieto y el nuevo de López Obrador habían accedido a que los migrantes aguarden resultados en territorio mexicano. Evidentemente el acuerdo fue reservado pero se filtró, por lo cual voceros del nuevo régimen que se posesionará el 1 de diciembre lo negaron.
Jon S. Tigar, el juez del Noveno Circuito, quiere bloquear a Trump hasta el 14 de diciembre, temporalmente, en algo que es parte esencial de sus atribuciones y mandatos constitucionales: velar por la seguridad nacional y por ende de sus fronteras. Trump señala que esa actitud es política y Roberts lo contradice.
No, afirma Roberts, en el sistema judicial a todo nivel los jueces no son jueces de Obama ni de Trump, ni de Clinton ni Bush. Son jueces independientes. Eso es falso. Los jueces, a todo nivel y notoriamente a nivel superior hasta la Suprema, son escogidos y elegidos con criterio político y el pueblo espera que actúen, con ajuste pleno a la Constitución y las leyes eso si, pero con inspiración doctrinaria.
No siempre ha ocurrido así. Es el caso del propio John Roberts. Fue escogido por el Presidente republicano George W. Bush por sus antecedentes republicanos, pero al momento de decidir la suerte del Obamacare en la Corte, olvidó sus principios y votó por la ley socialista que aún subsiste por la traición de otro seudo republicano, el fallecido senador John McCain.
El Obamacare, que el Congreso demócrata había aprobado sin un solo voto republicano y con el rechazo del 67% de la población encuestada, había sido cuestionada por inconstitucional y subido a la Suprema para que fallase. Se argüía que la Constitución prohibe la imposición de compra de un bien o de un servicio (como pólizas de seguro médico).
Los nueve jueces de la Corte convinieron en que esa prohibición prevalecía, pero Roberts hizo una pirueta verbal pro Obama para decir que la ley no imponía la compra de un servicio (de salud a todos, sanos o enfermos) sino un impuesto, tesis que el propio Obama había rechazado en las discusiones previas y pese a que crear impuestos es privativo de la Cámara de Representantes.
El Obamacare contiene más de 2.000 artículos que no fueron leídos en su totalidad, lo que es contrario a la Constitución. El propósito de la ley era extender la cobertura médica a todos los ciudadanos, pero para ello se requería y se requeriría de un aumento monumental de impuestos, calculado en 30 trillones de dólares en diez años. La calidad de la atención decaería así como el incentivo para producir nuevos medicamentos.
La ley estaba por ser derogada con el régimen de Trump y el nuevo Congreso de mayoría republicana, pero a última hora McCain dio so vota en contra y el intento se frustró. Por fortuna, antes se había aprobado la abolición del mandato obligatorio de adquirir las pólizas del Obamacare, so pena de multas crecientes.
Los demócratas recuperaron terreno con las elecciones de medio término como consecuencia de las acciones de John Robert y John McCain. El único slogan de campaña que tuvieron fue la falsa aserción de que la abolición definitiva del Obamacare dejaría sin amparo a los enfermos con condiciones previas de mala salud. Sin esa mentira, habrían sido derrotados.
El gobierno de Trump ha puesto en marcha alternativas sustitutivas de la estatización de la salud del Obamacare, para poner en funcionamiento una más dinámica competencia de mercado a fin de favorecer a los más y permitir que continúe el avance de la medicina en el país, la mejor del planeta porque está basada en el mercado libre, no en el control estatal.
(Artículo de Arthur Herman titulado The Danger of Rushing into Peace que publicó The Wall Street Journal el 11 de este mes)
On the 11th hour of the 11th day of the 11th month in 1918, the guns were stilled in what was then the bloodiest war in history. A century later it’s worth remembering that while the armistice ended a world war, it also set the table for the next, thanks to the misguided idealism of its author, President Woodrow Wilson.
The Allies had no military reason to stop the fighting. The German army had been badly beaten in a series of battles and was streaming homeward in confusion. The British and French were at the point of exhaustion after four years of constant slaughter, but Gen. John J. Pershing, commander of the American Expeditionary Force, wanted to turn the German retreat into a rout. His forces had taken a bloody nose in the Argonne Forest, but they were still fresh—and growing in numbers. By the start of 1919 Pershing expected to have more than a million men in the field. Completing Germany’s defeat, even advancing to Berlin, would put the U.S. in a position to dictate final peace terms. Germany’s unconditional surrender would allow America to shape Europe in ways that would guarantee Americans soldiers need never die there again.
But Wilson demurred. The president had entered the war pledging “peace without victory.” His objective was to create a new world order. When the new German government sent a note to Wilson on Oct. 4 asking for an armistice, he saw an opportunity to achieve his aims without further bloodshed.
He was flattered that the Germans asked for peace terms based on his own Fourteen Points, which he’d announced in late 1917 as America’s war aims. They included “open covenants of peace, openly arrived at,” a reduction in world armaments, and the establishment of a League of Nations. Convinced that Germany was willing to act in the spirit of democracy and peaceful coexistence, Wilson proposed an armistice. On Oct. 20 Germany formally accepted Wilson’s terms, with the proviso that Kaiser Wilhelm II abdicate his throne.
Wilson did all this over the heads of the British and French, but the cessation of hostilities achieved their aims as well. France wanted to occupy the German territories of Alsace and Lorraine as a security buffer; Britain wanted the German imperial fleet interned. All this could be achieved through negotiations following an armistice. No more French and British boys would die in a war no one had ever wanted.
And so on Nov. 8 French, British and German representatives met to negotiate the formal armistice. Three days later the fighting stopped, although there were more casualties on Nov. 11 than 26 years later on D-Day.
Only one military leader dissented from the armistice agreement: Gen. Pershing. Although in the end he bowed to his commander in chief and his fellow Allied generals, he never gave up his belief that total military victory was the key to lasting peace. “We never really let the Germans know who won the war,” he said in 1923. “They are being told that their army was stabbed in the back, betrayed, that their army had not been defeated. The Germans never believed they were beaten. It will have to be done all over again.”
It was. The armistice spared Germany the final defeat it had earned. Its army remained battered but intact, and the “stab in the back” myth took deep root in the interwar years. It eventually contributed to the rise of Adolf Hitler, who identified the Jews as the perpetrators of the betrayal. America and the world would have to fight yet another, even bloodier war, to prove him wrong.
In “Casablanca,” Maj. Heinrich Strasser disparages Rick Blaine as a “blundering American.” Capt. Louis Renault responds, “Yes, I was with them when they blundered into Berlin.” That was sarcasm: The Americans never reached Berlin in 1918. If they had, the 20th century would have looked very different—and Americans might have learned much earlier the lesson Pershing’s protégé Douglas MacArthur stated best: “There is no substitute for victory.”
Mr. Herman is a senior fellow at the Hudson Institute and author of “1917: Lenin, Wilson, and the Birth of the New World Disorder,” which will be released in paperback this month.
No comments:
Post a Comment