Thursday, November 22, 2018

LIBERTAD, GUERRA Y PAZ

Los demócratas de este país, devenidos en "progresistas", se autoproclaman como campeones de la paz y defensores de los desamparados, para los cuales reclaman la la vigencia de la "justicia social".
Pero si se revisa la historia reciente, han sido los gobernantes demócratas los que han causado la prolongación de la guerra. Para no abundar baste revisar lo ocurrido en el siglo XX con las grandes conflagraciones bélicas.
Estados Unidos, a diferencia de las potencias europeas, no ha basado su grandeza económica y militar en la conquista, dominación y explotación de otras naciones, sino en su propio esfuerzo y el resultado de comerciar.
Su potencial se basó  en la creatividad e inventiva de sus habitantes y la agregación de territorios a sus 13 Colonias originales se produjo no por la imposición de la fuerza, sino porque se aceptaron reglas de convivencia en libertad establecidas en la Constitución de 1778.
La I Guerrra Mundial, desatada por Alemania y que involucró a Francia, Rusia y otras naciones de Europa, terminó con la intervención clave de Estados Unidos en 1918. Pero este país no buscó botín alguno por la victoria.
Mas esta victoria fue incompleta. El Comandante de las Fuerzas Militares de Estados Unidos en Europa, general John Pershing, advirtió que no había alternativa para la paz sin la derrota total del enemigo alemán. Pero a la postre prevaleció el armisticio.
El Presidente Woodrow Wilson, demócrata padre del "progresismo", se opuso a Pershing y respaldó el Tratado de Versalles que dejó habilitada pero humillada a Alemania, lista para que iniciara acto continuo la reconstrucción militar y la venganza genocida con Hitler.
Franklin Delano Roosevelt fue el Presidente demócrata que lideró al mundo libre contra el Eje de Hitler hasta derrotarlo, pero fue complaciente con su  "Uncle Joe", el tio Stalin, en su designio de expandir el dominio soviético. Muerto FDR, Truman ordenó lanzar las dos bombas atómica sobre Japón. 
Pero Truman flaqueó más tarde ante Stalin y Mao con la invasión a Corea y en lugar de escuchar al general Douglas MacArthur, que como Pershing creía que la única manera de salir de una guerra era con la victoria total, prefirió el armisticio y el enemigo comunista nunca fue realmente derrotado.
Pershing y MacArthur acataron el mandato constitucional de ceder  a la autoridad civil, pero la historia les ha dado la razón. Si Alemania, como en la II Guerra, hubiera sido doblegada por completo y se hubiese suscrito un tratado distinto al de Versalles, acaso no habría habido otra conflagración mundial.
Si Truman hubiera escuchado a MacArthur, los comunistas invasores de Corea habrían sido definitivamente subyugados y obligados a aceptar un acuerdo de paz de contenido similar al de Hirohito. Japón es hoy una  nación libre y próspera. Corea del Norte es una cárcel y la Península sigue dividida.
Similar suerte se corrió en Vietnam con la invasión comunista promovida por China y Rusia. Las fuerzas de las Naciones Unidas al mando de los Estados Unidos estaban a punto de derrotar totalmente al enemigo cuando la corriente demócrata respaldada por los medios de comunicación minó al frente interno y a sus fuerzas armadas. Esta vez no hubo armisticio, hubo derrota.
Eran tiempos del demócrata Lyndon Johnson y la debacle ya no la pudo contener el republicano Richard Nixon. La historia derrotista se ha repetido una vez más con el demócrata Barack Hussein Obama, cuando ordenó el retiro de todas las tropas de Iraq y Afganistán, estimulando el renacimiento de las fuerzas terroristas del ISIS.
Donald Trump, el Presidente Republicano en funciones, está tratando de enderezar todos los yerros derrotistas del pasado en el campo militar. Uno de los mayores desafíos continúa ubicado en el Medio Oriente. Por lo pronto, el ISIS está virtualmente derrotado, pero el terrorismo islámico aún sigue ocasionando estragos en la región y el mundo.
La guerra en esa zona, originada por esa ideología impermeable a la razón, se ha convertido en la más prolongada de los Estados Unidos, por casi una veintena de años, con altos costos de vidas humanas y recursos materiales. Será imposible, sin embargo, bajar la guardia jamás.

(Artículo de Arthur Herman, publicado por el Diario The Wall Street Journal el pasado 11 de este mes, titulado "The Danger of Rushing into Peace")
On the 11th hour of the 11th day of the 11th month in 1918, the guns were stilled in what was then the bloodiest war in history. A century later it’s worth remembering that while the armistice ended a world war, it also set the table for the next, thanks to the misguided idealism of its author, President Woodrow Wilson. 

The Allies had no military reason to stop the fighting. The German army had been badly beaten in a series of battles and was streaming homeward in confusion. The British and French were at the point of exhaustion after four years of constant slaughter, but Gen. John J. Pershing, commander of the American Expeditionary Force, wanted to turn the German retreat into a rout. His forces had taken a bloody nose in the Argonne Forest, but they were still fresh—and growing in numbers. By the start of 1919 Pershing expected to have more than a million men in the field. Completing Germany’s defeat, even advancing to Berlin, would put the U.S. in a position to dictate final peace terms. Germany’s unconditional surrender would allow America to shape Europe in ways that would guarantee Americans soldiers need never die there again. 
But Wilson demurred. The president had entered the war pledging “peace without victory.” His objective was to create a new world order. When the new German government sent a note to Wilson on Oct. 4 asking for an armistice, he saw an opportunity to achieve his aims without further bloodshed. 
He was flattered that the Germans asked for peace terms based on his own Fourteen Points, which he’d announced in late 1917 as America’s war aims. They included “open covenants of peace, openly arrived at,” a reduction in world armaments, and the establishment of a League of Nations. Convinced that Germany was willing to act in the spirit of democracy and peaceful coexistence, Wilson proposed an armistice. On Oct. 20 Germany formally accepted Wilson’s terms, with the proviso that Kaiser Wilhelm II abdicate his throne. 
Wilson did all this over the heads of the British and French, but the cessation of hostilities achieved their aims as well. France wanted to occupy the German territories of Alsace and Lorraine as a security buffer; Britain wanted the German imperial fleet interned. All this could be achieved through negotiations following an armistice. No more French and British boys would die in a war no one had ever wanted. 
And so on Nov. 8 French, British and German representatives met to negotiate the formal armistice. Three days later the fighting stopped, although there were more casualties on Nov. 11 than 26 years later on D-Day.
Only one military leader dissented from the armistice agreement: Gen. Pershing. Although in the end he bowed to his commander in chief and his fellow Allied generals, he never gave up his belief that total military victory was the key to lasting peace. “We never really let the Germans know who won the war,” he said in 1923. “They are being told that their army was stabbed in the back, betrayed, that their army had not been defeated. The Germans never believed they were beaten. It will have to be done all over again.”
It was. The armistice spared Germany the final defeat it had earned. Its army remained battered but intact, and the “stab in the back” myth took deep root in the interwar years. It eventually contributed to the rise of Adolf Hitler, who identified the Jews as the perpetrators of the betrayal. America and the world would have to fight yet another, even bloodier war, to prove him wrong. 
In “Casablanca,” Maj. Heinrich Strasser disparages Rick Blaine as a “blundering American.” Capt. Louis Renault responds, “Yes, I was with them when they blundered into Berlin.” That was sarcasm: The Americans never reached Berlin in 1918. If they had, the 20th century would have looked very different—and Americans might have learned much earlier the lesson Pershing’s protégé Douglas MacArthur stated best: “There is no substitute for victory.” 
Mr. Herman is a senior fellow at the Hudson Institute and author of “1917: Lenin, Wilson, and the Birth of the New World Disorder,” which will be released in paperback this month.

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