Las relaciones entre los principales medios de comunicación de este país y el Presidente Donald Trump han sido pésimas desde el instante mismo en que el candidato republicano aseguró su victoria hacia la medianoche de las elecciones del seis de noviembre del 2016.
Hasta ese momento los periodistas, alineados casi sin excepción con Hillary Clinton, la candidata demócrata, si bien ya eran hostiles con Trump, más bien lo trataban burlonamente, calificándolo como un bufón sin ningún chance de disputarle la Presidencia a la favorita.
Diarios como The New York Times garantizaban a sus lectores que Hillary ganaría con el 86% de los votos y ésta, muy ufana, tenía todo listo para celebrar esa noche de la manera más espectacular la victoria sobre el "bufón". Pero los resultados fueron otros y Trump ganó sin objeciones.
El grado de frustración de los vencidos no tiene precedentes en los Estados Unidos. Los demócratas progresistas, al unísono con los periodistas de lo que luego Trump llamó "fake news" o noticias falsas, se dedicaron a bloquear la gestión del Presidente desde todos los ángulos, para desprestigiarlo y acaso lograr su destitución.
Trump reaccionó. No por la opinión crítica negativa que los medios pudieran tener de su gobierno, con o sin fundamento, sino por la obstrucción noticiosa entre su gestión y los ciudadanos. Los medios ignoran todo logro en materia económica y de política internacional y distorsionan las versiones desconcertando y mofándose del público.
Esa actitud indujo al Presidente a tildar a los gestores de las "fake news" como "enemigos del pueblo", adjetivo que rechazan los medios aludidos, que invocan a su favor la protección de la Constitución a la libertad de expresión. En verdad la Constitución garantiza la transparencia de los actos de gobierno para que se los juzgue y censure si son fraudulentos.
Pero no garantiza que los medios de información con la misión de difundir los actos de gobierno manipulen, callen o distorsionen determinados hechos para destruir a quien legítimamente eligió el pueblo. Por cierto los medios y los periodistas tienen amplia libertad y espacio para criticar, pero manipular o mezclar opinión y noticia es estafar al ciudadano.
Es tan nociva una prensa que adopta esa actitud anti profesional como aquella que está subyugada al poder, e informa y opina solo lo que al gobernante autoritario de turno le conviene. Trump reclama que se recupere los valores inmutables del periodismo independiente con separación clara e inequívoca de lo que es informar y de lo que es opinar.
Trump hizo promesas de campaña que las está cumpliendo sucintamente. Pero en cada caso, los medios no informan con imparcialidad, callan o se adelantan a prejuzgar negativamente. Un ejemplo es el de la inmigración. El Presidente reclama que se produzca dentro de los cauces legales, no que se la suprima. Pero se lo retrata como anti inmigrante, pese a que su madre fue de Escocia y su mujer es de Eslovenia.
En los últimos días unas tres muchedumbres de centroamericanos (y otras partes) avanzan a la frontera sur del país para violarla rompiendo la ley. En una sola son siete mil o más individuos entre hombres, mujeres y niños que buscan mejores empleos que en sus países de origen. Trump impedirá su entrada, inclusive con refuerzos de 5.200 militares. No les asiste derecho alguno y así lo piensa la mayoría de norteamericanos, incluídos latinos que ingresaron sujetándose a las leyes.
También acaba de anunciar Trump que suspenderá la aceptación de la ciudadanía de toda criatura que nazca en suelo norteamericano de madres ilegales o que se hallen de paso como turistas, estudiantes o en negocios. Es un abuso de una ambigua enmienda constitucional (la XIV) aprobada al término de la Guerra Civil a mediados del siglo XIX, para proteger a los hijos de esclavos negros.
En aquel entonces y como una de las nefastas consecuencia del asesinato de Lincoln a manos de un demócrata, la abolición de la esclavitud quedó inconclusa y en algunos Estados no se reconocía a los negros como ciudadanos. Con la reforma, todo hijo de un ex-esclavo no ciudadano nacido en este país, automáticamente se convertía en ciudadano.
En los debates de entonces se aclaraba que ese derecho no se aplica a hijos de una madre que no fuera ciudadana. (En diario The Wall Street Journal publica un comentario esclarecedor sobre el tema que se lo transcribe al final) Más tarde, el derecho se extendió a los residentes legales. Pero con el paso del tiempo se distorsionó la enmienda y se la abusó al extremo de que es hora de aclararla acorde con sus orígenes, sea mediante la Corte Suprema de Justicia o el Congreso. Mientras tanto, cabe suspenderla.
Los medios y demócratas progresistas han atacado a Trump por este anuncio acusándolo una vez más de racista, xenófobo, anti inmigrante. Pese a que la enmienda fue republicana para favorecer a los negros. Iguales épitetos se han lanzado contra él acusándolo de inspiador de la masacre a los judíos en Pittsburgh pese a que tiene una hija, un yerno y nietos judíos, reconoció a Jerusalén como capital de Israel y es acaso el Presidente más pro Israel que haya tenido este país.
By Matthew Spalding
By Matthew Spalding
President Trump accomplished something remarkable this week: He sent his harshest critics and closest allies running to the Constitution. In an interview about immigration, the president argued that the “ridiculous” policy of birthright citizenship has to end—and that he can do it through an executive order.
In response, Democrats and Republicans alike have raised the banner of the 14th Amendment: “All persons born or naturalized in the United States and subject to the jurisdiction thereof, are citizens of the United States and of the States wherein they reside.” They claim this means anyone born in the U.S. has a constitutional right to citizenship. But a closer look at the language and history shows this is not the Constitution’s mandate and should never have become national policy.
The crucial phrase is “subject to the jurisdiction thereof.” As originally understood when Congress proposed the amendment in 1866, that referred not merely to the obligation of following U.S. laws but also, and more important, to full political allegiance. According to Lyman Trumbull—who was chairman of the Senate Judiciary Committee and a co-author of the 14th Amendment—being “subject to the complete jurisdiction of the United States” meant “not owing allegiance to anybody else.”
That reading is supported by the 1866 Civil Rights Act, also written by Trumbull, which Congress passed over President Andrew Johnson’s veto before proposing the 14th Amendment. The Supreme Court endorsed this reading in the Slaughter-House Cases (1872) and Elk v. Wilkins (1884).
Even when the justices expanded the constitutional mandate U.S. v. Wong Kim Ark (1898), the decision cited as establishing birthright citizenship, they held only that the children of legal permanent residents were automatically citizens. The high court has never held that the clause confers automatic citizenship on the children of temporary visitors, much less of aliens in the country illegally.
Mr. Trump is correct, then, that doing away with birthright citizenship wouldn’t require a constitutional amendment. But what about statutes enacted by Congress? Section 5 of the 14th Amendment gives lawmakers the power “to enforce, by appropriate legislation, the provisions of this article.”
Congress has expanded the categories of people entitled to citizenship at birth. The relevant statute lists eight categories, for instance granting citizenship to babies born in unincorporated U.S. territories to at least one American parent. This applied to the late Sen. John McCain, who was born on a U.S. naval base in the Panama Canal Zone. Concerning the question at issue here, though, the law is clear but not explicatory, borrowing the 14th Amendment’s language: “a person born in the United States, and subject to the jurisdiction thereof.”
With this judicial and legislative lack of clarity, an executive order is perfectly proper, perhaps even necessary, to instruct executive-branch officials and agencies not to confer birthright citizenship except when Congress or the Supreme Court has mandated it. To say that an executive order is necessary and proper, though, does not mean it fully settles the matter. The issue of birthright citizenship should be part of a larger legislative package focused on strengthening the U.S., its security and its economy.
Few developed nations—and none of the countries of Europe, which many Americans want to emulate—practice the rule of jus soli, or “right of the soil.” More common is jus sanguinis, “right of blood,” by which a child’s citizenship determined by parental citizenship, not place of birth.
After first securing the nation’s safety, America’s immigration policy should be an extension of America’s liberating first principles. That means it should be based on the consent of the governed and the rule of law, and a deliberate and self-confident policy of patriotic assimilation. Birthright citizenship does not meet this rubric. It ignores the principle of consent annunciated in the Declaration of Independence, undermines the rule of law established in the Constitution, and belittles the idea of citizenship and naturalization—the source of America’s uniquely successful immigration story.
Congress can thank Mr. Trump for getting the country to look at the Constitution again. Then it can do its constitutional duty and legislate so America can get back to the noble task of making citizens.
Mr. Spalding is associate vice president and dean of educational programs for Hillsdale College’s Allan P. Kirby Jr. Center for Constitutional Studies and Citizenship.
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