Contrariamente a lo que podría suponerse, no todos aman la libertad. Para muchos, esta opción les atemoriza y como que preferirían delegar a otros la toma de decisiones sobre sus vidas y sus acciones, para evitar la tortura y el riesgo de pensar y decidir por si mismos.
No de otro modo se explica que dentro de los Estados Unidos exista un movimiento creciente en contra de la Constitución de 1778, que consagra la libertad como elemento básico del sistema de gobierno, inspirado a su vez en la Declaración de la Independencia de 1776.
Por primera vez en la historia se puso en práctica un gobierno elegido por consenso del pueblo y no por imposición de una monarquía o tiranía y con el condicionante de que la soberanía popular indelegable se fraccionaría en tres ramas, que mutuamente se controlarían para evitar excesos.
La experiencia, que selló la independencia de la monarquía británica, ha probado ser la fórmula más eficiente de convivencia humana para favorecer el desarrollo con preservación de las libertades individuales. El sistema, para seres humanos y no para ángeles, según Madison, contiene sus propias reglas para autocorregirse y superar falencias.
En casi 300 años de vigencia la democracia constitucional de los Estados Unidos ha dado nacimiento a la mayor potencia económica, militar y cultural del planeta. Los países que de un modo u otro han imitado su modelo, son los que más han avanzado. En contraste, los que optaron por las autarquías se debaten en la miseria y ausencia de libertad.
No obstante esta evidencia contrastante, persiste en el espíritu de muchos la idea de soluciones utópicas, unas veces inspiradas en buenas intenciones, otras en las ansias de acumular y acrecentar poder. Ante la realidad de la persistencia de la pobreza y la desigualdad del ingreso, por ejemplo, surge el mito de la igualación.
El eslogan de la “justicia social” es demostrativo de la distorsión de moda de la izquierda “progresista”. Con la unión de los dos vocables, pretenden insinuar que solo con una redistribución (igualación) de los ingresos se logrará una justicia social, sin ricos explotadores ni pobres oprimidos.
El objetivo puede alcanzarse por medios violentos, con “revoluciones” a la cubana, venezolana o norcoreana y similares o a través de reformas como piden los demócratas estilo Obama/Hillary, concentrando el poder en la rama ejecutiva, desalentando la inversión privada y elevando los tributos para aumentar el control administrativo del Estado.
En cualquiera de los casos la redistribución no se obtenible sin sacrificar las libertades individuales y sin sacrificio del mercado de libre competencia en el cual haya riesgo de inversión, lucro y florecimiento de la invención. El resultado siempre es menos o ninguna libertad, empobrecimiento creciente y concentración de decisiones en manos de unos pocos.
¿Cómo se divulgan y esparcen esas visiones políticas cuyos resultados, cuando se aplican, son completamente opuestos a los prometidos? En el caso de la Rusia bolchevique se explica por la maniobra dictatorial de Lenin que terminó por imponerse implacablemente sobre sus rivales hasta la llegada de su sucesor Stalin, que junto con Mao y Hitler es uno de los mayores genocidas de la historia.
Lenin pudo haber sido frenado a tiempo si Europa Occidental hubiese escuchado a Churchill y reaccionado a tiempo. Más tarde los Estados Unidos favorecieron la consolidación de Mao en China en desmedro de Chiang Kai Shek. Luego Nixon (con Kissinger) le tendió la mano a Mao reconociéndolo como líder con perdón de sus atrocidades y genocidios.
En los Estados Unidos, Uncle Joe (Tío Pepe) Stalin siguió de amigazo de Franklin D Roosevelt, mientras expandía su imperio soviético por el orbe tras la Cortina de Hierro descrita por Churchill. La élite intelectual y del periodismo señalada por el senador McCarthy era afin al comunismo de la URSS, aunque en estos días aparezca “anti” por ser anti Trump.
Los partidarios de la utopía progresista socialista marxista, sea por poder o por creer en la “justicia social”, saben que son una minoría en la población pero saben también cómo ganar terreno: controlando la educación pública de donde brotan los políticos y los periodistas adoctrinados.
Los progresistas se han tomado las escuelas, colegios y universidades que casi todos se financian con impuestos. Los profesores están afiliados obligatoriamente a los sindicatos de mayoría demócrata y contribuyen al partido y deciden lo atinente a los curicula, que se distorsiona cada vez en más alineándose con el pensamiento anti Constitución y pro “justicia social”.
La mayoría que egresa de las universidades públicas es “liberal” o sea “progresista”, al igual que casi todos los que escriben para los medios audio visuales y escritos. Donald J Trump, republicano contrario a la tendencia utopista, está bloqueado por esa muralla informativa y de opinión de los medios, de los que se defiende como un titán para sobrevivir.
Todos ellos, los progresistas, estaban seguros del triunfo de su candidata presidencial Hillary Clinton y siguen trastornados con su pérdida. Ella está enloquecida y sigue diciendo estupideces para tratar de justificarse, por donde quiera que va. Ellos ya no saben qué hacer. El martes pasado, por ejemplo, el candidato demócrata en Pennsylvannia, Conor Lamb, optó por hacer campaña con principios republicanos para intentar ganar.
Casi lo logra, porque su rival, mucho mayor, Rick Saccone, carecía de carisma y llegó a aventajarlo con seis puntos. Tuvieron que venir en su ayuda a última hora Trump y su vicepresidente Pence. Lamb tiene una leve ventaja de alrededor de 600 votos y el resultado final se sabrá con un último conteo de votos por correo.
Los “liberals” utilizan cualquier artimaña para avanzar. Ayer manipularon a los niños de las escuelas para que salgan a las calles a pedir al Congreso que exija la prohibición del uso de armas de fuego, garantizado por la Constitución (para que el pueblo se levante contra los gobiernos que en un caso hipotético quiebren la Constitución).
Ya manipularon para que la Corte Suprema de Justicia apruebe el aborto, en violación del derecho a la vida que garantiza la Constitución. Y para que equipare el matrimonio homosexual con el tradicional. Y que se rehaga la historia y se derriben monumentos a los que forjaron la nación, como Washington, Jefferson, Lincoln y se queme y escupa a la bandera.
Si este país está dividido, no es por Trump. Es por los progresistas que pretenden escarnecer e ignorar a la Constitución, que ha sido el elemento unificador por excelencia de esta nación por casi tres centurias y clave para su engrandecimiento. Donald J Trump está resuelto a que lo siga siendo.
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