La guerra comercial no la va a iniciar el Presidente Trump contra China ni contra México ni Europa. La guerra estaba ya en marcha hace treinta o más años contra de los Estados Unidos y lo único que ha resuelto el actual mandatario es tratar de poner orden en las relaciones internacionales.
Buscamos reciprocidad, ha dicho enfáticamente Donald Trump al anunciar que revisará los convenios comerciales con el resto del mundo, cuando en esos convenios ese requisito no existe: con China, por ejemplo, país con el cual el défict comercial es de más de 500.000 millones de dólares al año.
El crecimiento espectacular de la economía china se ha basado en la explotación de los privilegios que Occidente, liderado por Estados Unidos, concedió a ese país tras admitirlo en la Organización Mundial de Comercio. Quedó exento de toda reciprocidad para recibir tecnología y capitales del exterior sin retribución, para levantar industrias de bajo costo (para que China "se haga democrática").
Las principales corporaciones norteamericanas y europeas se asentaron en territorio chino para producir con menos costo e inundar mercados de todo el mundo, sin aranceles. Las compañías huéspedes, para asilarse en China, además tenían que obligatoria y gratuitamente revelar secretos tecnológicos.
A Trump no le parece que esa situación es justa, como no lo es la que se repite con variantes en Corea del Sur, México y otras naciones. No está en contra del libre comercio, como se le acusa, sino que quiere que en realidad sea libre es decir justo y recíproco para las partes. Para iniciar las negociaciones, ha anunciado que impondrá tarifas a ciertas importaciones.
La respuesta ha sido positiva, salvo del lado de los anti Trump de siempre. Pero no cabe sugerir el peligro de que China inicie una guerra comercial de retaliación, pero acaso si que la agudice. ¿Quiere China auto imponerse restricciones para exportar sus productos a Estados Unidos, su principal mercado o a la importación de algunos de ellos? Los más afectados con la medida, en todo caso, serían ellos.
El problema fundamental de es que está centralmente planificada y dirigida por la super burocracia de Beijing, que ahora tiene un líder vitalicio. Algunos indicadores podrían dar la falsa idea de que va camino de superar a la economía estadounidense (o que lo ha hecho), pero eso no ocurrirá porque la Historia ha demostrado que la pujanza de una economía de libre mercado es imbatible.
Quienes bien entienden este problema son, no los “sesudos” de la “fake mass media” sino Xi Jinping, Presidente de China y Donald J. Trump, los protagonistas del drama. Trump ha hablado claro y Xi está de acuerdo con revertir la falta de reciprocidad comercial y para poner fin al robo de la propiedad intelectual. El acuerdo para cortar los primeros 100.000 millones de dólares del deficit comercial está ad portas.
Paralelamente el dictador de Corea del Norte Kim Yo-Jong acaba de visitar en Beijing a su mentor Xi y se comprometió a terminar el programa de nuclearización que inició violando el acuerdo con Naciones Unidas. Pronto se reunirá con el Presidente Moon de Corea del Sur y con Trump para adelantar diálogos con ese fin y, acaso, para sellar la unificación de la Península.
La Península de Corea nunca debió dividirse si Truman optaba por derrotar militarmente a los invasores comunistas sinosoviéticos. Prefirió el armisticio que aisló tras el Paralelo 38 a la región Norte, que se convirtió en una cárcel comunista dominada por la dinastía Kim. Similar derrotismo militar se repitió en Vietnam por presión de los “pacifistas”.
En esa época el lema era “Make Love Not War” (haz el amor y no la guerra), que blandían los jóvenes que no querían enlistarse en las fuerzas armadas para terminar con la invasión comunista en Vietnam. Vivían una vida cómoda con las ventajas alcanzadas por sus padres, veteranos de la Segunda Guerra Mundial. No querían los horrores de Vietnam, peferían Woodstock con ilimitado amor libre, alcohol y drogas.
Ese sentimiento no se extingue. Ha florecido nuevamente hoy a propósito de la última masacre de la escuela Parkland. En lugar del lema sobre el amor, ahora piden un “adiós a las armas” y votos para los demócratas de los sobrevivientes y para los inmigrantes ilegales. Se ha sumado un ex-miembro de la Corte Suprema, de 97 años de edad, que en el ocaso de la vida pide suprimir la II Enmienda Constitucional “para salvar vidas”.
La II Enmienda garantiza el derecho de los ciudadanos para portar armas para la defensa personal. En Parkland, un coach enfentó con los brazos en alto al asesino para proteger a sus pupilos y murió acribillado. Si hubiese tenido un arma, probablemente la suerte habría sido distinta. La violencia de la expansión comunista en Vietnam no podía terminar con lemas ni con Jane Fonda congraciándose con los enemigos en Hanoi.
Al enemigo hay que derrotarlo. Si se resuelve ir a la guerra, hay que ir pero para ganarla, decía el general Douglas MacArthur. No se va a la guerra para firmar armisticios ni peor para salir en fuga como en Saigón o Iraq. A Kim no se lo persuade con mimos, sino convenciéndole de que esta vez tendrá que sujetarse a las leyes, porque ahora la ley si está respalda por la fuerza.
China no se hizo más democrática porque Nixon se allanara a Mao para restablecer relaciones diplomáticas sin compromiso alguno. China no se hizo democrática con las concesiones post OMC. Irán no dejará de causar turbulencias terroristas porque Obama le inundó de dólares y le dió luz verde para que siga en su progrma nuclear. Sería preferible que el ejemplo democrático de Occidente hubiese prevalecido pacíficamente tras la II Guerra Mundial y subisugientes, pero la realidad fue otra.
Y probablemente asi lo seguirá siendo siempre. El mal, los “hombres malos” como dice Trump en español, no cesarán de existir. Hay que estar preparados para prevenir que actúen y para frenarlos y destruírlos si actúan. Así lo piensa y actúa el actual Presidente y pese a la campaña de desprestigio de los principales medios de comunicación, su liderazgo sigue en auge.
(A continuación, una nota ilustrativa del Wall Street Journal sobre China)
Reporters in China often run up against Potemkin projects—gleaming science parks sitting half empty, new districts with eerily few residents, solar-powered cities where most of the panels are disconnected. These wasteful investments, designed to fulfill local-government ambitions to boost construction and drive short-term growth, can be a nuisance when researching stories about innovation or environmental foresight. But what if such projects are not a distraction but the story itself? What if China’s economy is, in fact, on the brink of a precipitous downturn? That is the question Dinny McMahon asks in “China’s Great Wall of Debt.”
Mr. McMahon, a former Beijing-based correspondent for this newspaper, suggests that China has powered ahead for as long as it has not because it is immune to crises but because its government has so far managed to intervene to stave them off. When China’s stock market plunged in 2015, the central government directed fund managers to buy instead of sell and pressured journalists to write only optimistic reports. One reporter who strayed from the official line was trotted out on state television to apologize.
Such intervention has created a false sense of confidence, Mr. McMahon argues, which in turn has led to a bad case of economic bloating. As of 2015, China’s firms had an accumulated debt equivalent to 163% the size of the national economy, compared with 105% in South Korea and 71% in the U.S. Many of the companies on a borrowing binge are large, state-owned enterprises deemed too big to fail.
Local government leaders are rewarded for contributing to this bloat. They are graded on growth figures; to keep those numbers high, they prioritize tax contributions and construction projects above management and long-term planning. Even zombie companies—those that do not earn enough to repay their debts—help generate taxes, reducing the incentive to shut them down. Mile upon mile of new housing and infrastructure may not fill any real need, but seizing land from rural residents and selling it to developers is an easy way for local governments to boost revenue.
CHINA’S GREAT WALL OF DEBT
By Dinny McMahon
Houghton Mifflin Harcourt, 256 pages, $28
Houghton Mifflin Harcourt, 256 pages, $28
When it comes to generating economic growth, Mr. McMahon notes, such strategies are low-hanging fruit. Land sales are a one-off gain; eventually, “there are no magic bullets left.” An explosion of wealth, meanwhile, has created bubbles far beyond the property sector. The proliferation of unregulated shadow-banking outlets has contributed to a ballooning finance sector. Financial services now account for a greater share of the gross domestic product in China than in the U.S.
China’s leaders are fully aware of the country’s debt problem. Writing in the official People’s Daily newspaper in 2013, the influential Chinese economist Ba Shusong warned that a cooling of the property market could lead to a financial crisis. In February, China’s regulators took control of Anbang Insurance Group Co., the conglomerate that had acquired New York’s Waldorf Astoria in 2014 for $1.95 billion; this following a series of moves meant to rein in the company’s lavish spending.
Predictions involving China don’t always age well. In his 2001 book, “The Coming Collapse of China,” Gordon Chang proposed that the Communist Party would be out of power within a decade. In 2010, hedge-fund manager Jim Chanos warned that China’s economy was on a “treadmill to hell.” Other Western fantasies include the notion that the internet would bring democracy to China and that Xi Jinping would prove to be a democratic reformer. Such analyses often say as much about Western anxieties and aspirations as they do about reality.
Here Mr. McMahon is not immune. His insights are grounded in the 2008 global financial crisis. China’s financial system, he notes, increasingly looks like America’s “prior to the Lehman Brothers bankruptcy.” Mr. Chanos, he says, is not wrong about where the treadmill is headed; it is just that Beijing has “an unparalleled capacity to kick the can down the road.” But because debt keeps growing, at some point the can “will go no farther.”
Unlike earlier doomsayers, however, Mr. McMahon wisely steers clear of broad strokes. He doesn’t give a timeline for a downfall; nor, despite his brash subtitle—“Shadow Banks, Ghost Cities, Massive Loans, and the End of the Chinese Miracle”—does he delight in signs of malaise. His book will be an indispensable explainer in the event of a downturn and a useful guide to understanding China’s economy in the meantime.
Perhaps the book’s sole moment of overreach comes when Mr. McMahon turns to China’s capacity for innovation. Despite stunning successes in sectors such as tech, Mr. McMahon is skeptical that China will be able to innovate its way out of a downturn. Beijing’s plans for innovation are largely state-driven, he notes, and reliant on short-term tactics such as protectionism and industrial espionage. But illicit technology transfer has lately been joined by strategic acquisitions of overseas companies in sectors as diverse as artificial intelligence and seed science. It may be too soon to tell what effect such shifts will have on China’s long-term economic prospects.
Ultimately, Mr. McMahon notes, those most affected by China’s debt binge are the people of China—the rural residents who watch as their land is seized and yet the developments built on them sit empty, and the urban professionals whose savings take a hit in value as banks dole out nonperforming loans. Income inequality has risen dramatically in China since the 1980s, putting it on par with Brazil. China has so far managed to elude the instability that often follows such inequality, but only because in recent decades its people have known only growth. If the country hits a recession, that may well change.
Ms. Hvistendahl is a national fellow at New America. Her next book, “The Scientist and the Spy,” on industrial espionage and China, will be out next year.