La victoria de Donald Trump fue un rescate casi milagroso de la capacidad del pueblo norteamericano por imponer su voluntad, frente al bloqueo de grandes intereses económicos con pretensiones globalistas y la obscena complicidad de la mayoría de medios de comunicación.
Lo extraordinario en este extraordinario país ha sido que el intéprete de ese deseo, frustrado en las elecciones parciales del 2010 y en las del 2014, sea un billonario y no un caudillo de corte populista. Es decir, un empresario que ha llegado a la cúspide haciendo uso de las reglas de juego de un sistema de libertad.
Como lo ha explicado el propio Trump, él decidió lanzarse a la política el 16 de junio del 2015 al convencerse de que el sistema en el que había hecho fortuna estaba corrompido por la concentración del poder en manos de unos pocos, en perjuicio de la mayoría. Desde ese instante las elites lo vieron como una amenaza y lo asedieron de modo atroz.
Pero se batió como un gladiador de increíble energía y destreza y ganó las primarias con la más alta votación en la historia del partido republicano. La mayoría de comentaristas políticos y de los medios habían pronosticado su deceso a las pocas semanas, pero sus 16 rivales quedaron a la deriva. En la elección final, la batalla contra Trump arreció hasta el último momento.
Comentaristas, encuestadores, diarios, radios, TV, estrellas deportivas y de cine y demás luminarias se aliaron a la demócrata Hillary Clinton, ignorando las revelaciones del WikiLeaks sobre su biografía corrupta. Pero ese respaldo y los multimillonarios gastos en publicidad negativa contra Trump no le sirvieron y a la postre su rival es ahora el nuevo Presidente.
Como “outsider”, o sea no político profesional, el mandatario electo ofrece no una revolución, como amenazaba Bernie Sanders, el opositor marxista de Hillary, sino una restauración. Una restauración de los principios fundamentales expresados en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de 1776, en los cuales los fundadores de esta nación se inspiraron para diseñar la 1778 la Constitución.
Según tales documentos, el poder reside en el pueblo, que delega ese poder a un gobierno representativo, alternativo y responsable. Lo divide en tres ramas para que se controlan mutuamente, pero asigna al Congreso la exclusiva función de legislar. La principal misión del gobierno, según los fundadores, es la seguridad nacional y el garantizar los derechos de los ciudadanos a la libertad.
Con el curso de los años y a raíz de Woodrow Wilson al comenzar el siglo XX y con Lyndon Johnson en 1960, agravado con Obama, el equilibrio de poderes se ha alterado con excesivo control por parte de un gobierno “administrativo” que no solo ejecuta las leyes del Legislativo sino que las crea, modifica, sanciona y penaliza a los transgresores.
En esta distorsión ha cooperado la Corte Suprema de Justicia y las cortes y jueces federales y estatales, que se han convertido en “activistas”, esto es, en modificadores de la ley, inclusive de la Constitución. Tales son los casos del dictamen pro aborto de 1973 o la sanción pro Obamacare de este régimen.
Trump y los que lo respaldan buscan modificar esa tendencia, como ya lo hicieron los británicos contra Bruselas al votar por el Brexit. Con Trump irán a la Corte Suprema jueces no “activistas” sino quienes consideren que la Constitución de 1778 tienen principios inmutables, no flexibles ni acomodaticios como proponen los demócratas “progresistas”.
En el 2010 y en el 2014 los votantes expresaron su rechazo a la conducta “progresista” de Obama, pero el Congreso no respondió y siguió cómplice en la declinación y cesión de sus poderes exclusivas para legislar. Ahora Trump, que junto con su victoria tiene las dos cámaras a su favor, puede realizar cambios de significación.
La gente quiere empleos, si y seguridad y control de fronteras. Pero quiere también frenar a las minorías “progresistas” que están alterando la cultura de esta nación en cuanto a sexualidad, el matrimonio tradicional, el respeto a la vida. Hace poco hubo una consulta en 50 Estados sobre el matrimonio gay y en 37 Estados el voto fue negativo. Pero los jueces declarararon que el resultado (“la voz del pueblo”) era inconstitucional.
Si Estados Unidos ha llegado a convertirse en la primera potencia mundial es por la vigencia de la libertad durante 204 años. Esa libertad se está resquebrajado con el socialismo/progresismo de una ideología minoritaria y se habría acentuado con Hillary Clinton. Por fortuna, con la llegada de Trump, las tinieblas han comenzado a desvanecerse en el horizonte.
Si Estados Unidos ha llegado a convertirse en la primera potencia mundial es por la vigencia de la libertad durante 204 años. Esa libertad se está resquebrajado con el socialismo/progresismo de una ideología minoritaria y se habría acentuado con Hillary Clinton. Por fortuna, con la llegada de Trump, las tinieblas han comenzado a desvanecerse en el horizonte.
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