Los que predijeron que Donald Trump perdería con mucho las elecciones presidenciales frente a Hillary Clinton, ahora están conturbados tratando de descifrar el enigma de por qué le ganó el billonario “bufón”.
Han culpado a todos y a todo, menos al rechazo a la política “progresista” encarnada en el gobierno de Barack Obama y que la demócrata Hillary prometía continuar y acentuar si triunfaba.
Con la prescindencia de este argumento clave, los progresistas orientan su campaña anti Trump ahora con la argucia de que el factor por el cual Donald derrotó a Hillary, es debiddo a que la superó en el número de votos de los electores y no con el voto popular.
Esto no es democrático, dicen, pues si Trump obtuvo 290 votos electorales y Hillary solo 233, en cambio ésta le ha ganado con más de un millón de votos en el conteo final de votos populares. El sistema creado en 1176/1778 es, sin embargo, el más democrático imaginable.
Porque los Estados Unidos es éso, una unión de Estados. Las elecciones de Presidente y Vicepresidente de la República, así como la de senadores e integrantes de la Cámara de Representantes del Congreso Federal de los 50 estados, son elegidos por cada Estado.
Cuando las 13 Colonias se independizaron del Reino Unido en 1776, sus líderes no trardaron en percatarse de que había que organizar un gobierno fuerte para los 13 interantes, capaz de generar recursos para la defensa interna y externa y para generar un sistema económico libre.
Sobre la formación de ese gobierno se cernía el peligro de que volviese alguna forma de tiranía de la que acababan de liberarse, debido a que pudiera imponerse la el peso de un Estado más populoso, como Nueva York, por sobre los menos poblados como Delaware o Maine.
Madison, Hamilton y otros genios iluminados de la época
comprendieron el desafío y, para efectos del Congreso, decidieron incluir en la Constitución el mandato de dos senadores por cada Estado por seis años y un número proporcional a la población, de representantes por dos años, reelegibles en los dos casos.
comprendieron el desafío y, para efectos del Congreso, decidieron incluir en la Constitución el mandato de dos senadores por cada Estado por seis años y un número proporcional a la población, de representantes por dos años, reelegibles en los dos casos.
De esa manera se equilibraban las fuerzas y los derechos de los Estados sin desmedro de su tamaño y poder, impidiendo que las “facciones” o partidos pudieran manipular, con urbes más desarrolladas y habitadas. El precepto es el mismo que se aplicó y aplica para la elección de Presidente y Vicepresidente de la República.
Los estados eligen -varían las modalidades- a tantos grandes electores cuantos senadores y diputados federales tengan. Luego de las elecciones generales, los grandes electores tienen una Convención Nacional para depositar sus votos de acuerdo con el mandato popular de cada Estado.
Por ley en algunos Estados y por tradición, los electores están obligados a acatar ese mandato. Si ningún candidato obtuviere la mayoría de la mitad más uno, ahora 270, entonces los electores quedarían libres para votar por los candidatos de su predilección.
Los demócratas progresistas que han perdido con Hillary están urdiendo la patraña de forzar la ley y las costumbes para hacer que la Convención Nacional del 19 de diciembre se pronuncie, no por el candidato electo Trump sino por la candidata fracasada Hillary.
Más aún, la senadora demócrata Barbara Boxer, millonaria de California, ha presentado un proyecto de reforma constitucional para abolir el sistema de grandes electores, porque “es anticuado”. Para los progresistas no solo ese mandato sino la Constitución en si es obsoleta y de hecho con Obama la han violado en varias ocasiones.
La aspiración de Boxer no irá a ningún lado, primero porque solo tendría el apoyo de la humillada elite de su partido y segundo porque el proceso para reformar la Constitución es largo y complejo: requiere el 2/3 de la aprobación de las dos cámaras del Congreso y los 3/4 de aprobación de los Estados.
Si se abolieran los electores, la “facción” demócrata, con apoyo económico de grandes intereses y de globalistas como Soros ganarían con facilidad las elecciones en los superpoblados Estados de California, Nueva York, Texas y los Estados menores con abundantes poblaciones rurales como las del Medio Oeste, por ejemplo, se quedarían sin voto.
Añádase que en Estados como California, el Gobernador ha autorizado el voto a inmigrantes ilegales. Hay documentos que prueban que en los pasados comicios votaron no menos de tres millones de ilegales. Si no lo hubieran hecho, como manda la ley, Donald Trump también habría ganado con holgura el voto popular.
El problema de los izquierdistas/demócratas/progresistas/socialistas es la ley y ley madre, la Constitución. Trump ha basado su éxito en haber prometido restaurar el cumplimiento de la ley según la Constitución y los principios inmanentes de la Declaración de la Independencia.
Esos principios, ni son anticuados ni son flexibles. La condición humana nunca dejará de ser un eterno conflicto entre el bien y el mal. Los fundadores de la nación así lo comprendieron y por ello crearon una forma de gobierno de sentido común, hecha “para hombres, no para ángeles” como dijera Madison. Ha probado ser el gobeirno más estable, próspero y libre en la historia de la humanidad.
Alterarlo para corregir las contradicciones de la sociedad, por ejemplo de la presencia de la pobreza reduciendo o peor aboliendo libertades, destruye el sistema. Al contrario, las deficiencias se superan con mayores dosis de libertad, de oportunidades y de competencia.
Estados Unidos, tras 240 años de aplicar este sistema de libertad, se ha convertido en la mayor potencia mundial en todos los órdenes. Quienes quieren alterarlo sea por utopías o o por controlar el poder, han errado esta vez por voluntad de una clara mayoría de votantes norteamericanos.
La victoria de Hillary Clinton habría significado un repudio a la Revolución Americana y una traición a quienes redactaron y firmaron con lucidez sin precedentes los documentos que consolidaron las 13 Colonias liberadas en los Estados Unidos de América. Donald Trump rencauzará a la nación por la ruta trazada por sus Fundadores.
(Se transcribe a continuación en inglés el artrículo que sobre los electores, escribió Richard Arrn para el The Wall Street Jounal. Arnn es Presidente de Hillsdale College, una de las pocas universidades de Estados Unidos no contaminadas con el virsu del progresismo)
The outrage from Hillary Clinton supporters came immediately: Donald Trump might have won the Electoral College, but he appears to have lost the popular vote. This was said to be a violation of democracy, one that defied the principle of “one man, one vote.” A Yale professor slandered the Founders by telling the website Vox that the Electoral College was created to protect slavery.
We can think about this better if we understand two things: What does the Electoral College do, and why does it do it?
On Dec. 19, the electors of every state and the District of Columbia will meet. Each state has the same number of electors as it does U.S. senators and representatives combined. The state legislature decides how the electors are selected.
The chosen electors are bound by custom everywhere and by law in many states to support the presidential candidate who won their state’s popular vote. If they fail to vote this way, they will be “faithless electors.” This has happened but rarely in the history of the presidency.
Everything about this process is as the Constitution directs, with the exception of the last bit. Nothing in the founding document requires electors to support the candidate who wins the popular vote in their state. In America’s early years many states did not even conduct popular presidential elections.
Instead electors were picked by state legislatures or by governors. The Framers had the idea that the electors, in choosing a president, would vote their consciences after deep discussion—and sometimes this happened. Often, however, electors were selected because they had declared support for a particular candidate.
As the practice of holding a popular vote spread, it was natural that the electors would follow those results. Still, the Electoral College continues to recognize that Americans vote by state—in the same way that they elect the Senate and the House, and the same way that they voted those many years ago to ratify the Constitution.
But now there is a national movement to require that electors support the presidential candidate who wins the national popular vote. The proposal, called the National Popular Vote Interstate Compact, has been passed by 10 states and the District of Columbia. Implementing this practice would be a disaster.
Consider for a minute why the Electoral College was invented. Although it is odd, it is also a plain expression of the Constitution, part of the structure that has made America’s founding document the best and longest lived in history.
The Constitution reflects the paradox of human nature: First, that we alone among earthly things may exercise our own volition; second, that sometimes we exercise such power badly. This is why we require laws to protect our rights, as well as restraints upon those who make and enforce those laws.
The Constitution is paradoxical most of all about power, which it grants and withholds, bestows and limits, aggregates and divides, liberates and restrains. Elections are staggered, so as to distribute them across time. The founding document also divides power across space; the people grant a share of their natural authority to the federal government, but another share to the states where they live.
This innovation is most directly responsible for the greatness of the United States. Think what the Founders achieved: They invented a way of governing, and they extended it without benefit of kings or colonies across a vast continent, bigger than they could imagine, until they got to the other side 30 years later. The magnificent Northwest Ordinance granted free government to the territories, then representative and independent state government thereafter. Ruled from Washington, the nation could never have settled this land in freedom nor made it so strong.
The practical political equality that the American people have achieved depends entirely upon their ability to spread political authority across a vast area. In American political life, it matters how many people are in favor of a given thing. It also matters where they live.
Mr. Trump joins John Quincy Adams,Rutherford B. Hayes,Benjamin Harrison and George W. Bush as the only presidents who won without the popular vote. After 2000, this is the second time in recent years—a product of the deep and wide division in America between the urban and the rural, the sophisticated and the rustic, the cosmopolitan and the local.
It is a shame that the winner this year, Mr. Trump, lost the popular vote by a whisker. But it would be as much or more a shame if Mrs. Clinton had prevailed despite massively losing the geographic vote, the vote across space, the vote that reflects the different ways that Americans live.
We forget that it is a historical rarity to have an executive strong enough to do the job but still responsible to the people he governs. The laws in the U.S. have worked that miracle for longer than anywhere else. Remember that the Electoral College helps establish the ground upon which the American people must talk with each other, while ensuring that they are not ruled as colonies from a bunch of blue capitals, nor from a bunch of red ones.
Mr. Arnn is the president of Hillsdale College.
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