Nada sorprendente que Rafael Correa se ofrezca como mediador para las conversaciones con el ELN, Ejército de Liberación Nacional, que junto con las FARC ha buscado desde hace más de 50 años quebrar la democracia en Colombia para sustituirla con un régimen socialista/marxista, ahora llamado “socialismo del siglo XXI”.
El diálogo aún no comienza “solo” porque un ex-congresista todavía sigue preso y eso no le gusta al presidente Juan Manuel Santos, a quien le dijo el pueblo colombiano que estaba profundamente equivocado en su deseo de capitular ante los terrorista asesinos, saqueadores y narcotraficantes.
Correa calificó a los narcotraficantes de “luchadores por la libertad”, pero cambió de tono cuando Santos, entonces ministro de Defensa y siguiendo órdenes del presidenrte Álvaro Uribe, bombardeó un reducto terrorista el territorio ecuatoriano de Angostura y mató al cabecilla Raúl Reyes, en la operación Félix del 1 de marzo del 2008.
Ahora Santos y Correa son nuevamente compinches, una vez que el jefe colombiano abjuró de sus convicciones y pretendió entregar Colombia a los terroristas/marxistas, para que lo tomen por la vía política con ingentes sumas de dinero provenientes del narcotráfico, que jamás dejarán de usufructuar.
Como señala Álvaro Uribe en el artículo del The Wall Street Journal que se publica a continuación, todos anhelan la paz, pero no impuesta por los que la han vulnerado con crímenes atroces por más de media centuria. Si ellos buscan la paz, deben rendirse y purgar por sus delitos, no recibir dádivas y perdón por arrepentimientos que nunca han presentado.
Opinión: Esa no era la forma de negociar con narcoterroristas
Todos los colombianos quieren la paz, pero cualquier futuro acuerdo debe considerar las inquietudes de los ciudadanos.
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Partidarios del “No” hacen una demostración contra el acuerdo de paz que el gobierno firmó con la guerrilla de las FARC. Photo: Reuters
Una mayoría de colombianos rechazó este mes el acuerdo del gobierno con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, el grupo marxista narcoterrorista mejor conocido como FARC. El gobierno usó y abusó de todos sus poderes en un esfuerzo por asegurar la victoria, pero millones de votantes decidieron que el país estaría mejor sin ceder a las exigencias de los rebeldes. Todos los colombianos quieren la paz. Cualquier acuerdo futuro, debe tener en cuenta las preocupaciones sustanciales de los votantes.
Colombia ha sido por largo tiempo la democracia más estable de América Latina, con gobiernos votados por el pueblo durante casi todo el siglo pasado. Aunque la batalla del gobierno contra los rebeldes de las FARC a menudo se describe como una guerra civil, este conflicto no es un levantamiento contra un régimen opresivo. En lugar de eso, es una lucha que ha enfrentado a gobiernos democráticos contra persistentes amenazas terroristas al imperio de la ley. Hay que recordar que las FARC son también un prolífico cartel de la cocaína.
Cuando fui presidente de Colombia, entre 2002 y 2010, implementamos una agresiva política de seguridad para combatir el narcoterrorismo. Estaba dirigida a proteger las libertades y los derechos de los ciudadanos, así como para promover la confianza de los inversionistas y fortalecer los lazos de cohesión social en todo el país. Aunque lejos de ser un paraíso, en 2010 Colombia era un país más seguro con una economía en rápido crecimiento.
Estos logros llevaron a la elección del actual presidente, Juan Manuel Santos, a quien apoyé en ese entonces. Pero poco después de asumir el poder, Santos cambió su plataforma política y enfocó su presidencia en las negociaciones con las FARC. Cifras de la Oficina de las Naciones Unidas Contra las Drogas y el Delito muestran que la producción ilegal de coca se duplicó entre 2012 y 2015. La deuda pública llegó a 54% del Producto Interno Bruto en 2015, frente a 43% en 2010, según el banco central de Colombia. El informe de competitividad global del Foro Económico Mundial indica que las tasas tributarias efectivas sobre las empresas han alcanzado cerca de 75%. Colombia se ha vuelto menos atractiva para los inversionistas privados.
Después de años de negociaciones, Santos alcanzó un acuerdo con las FARC, plasmado en un pacto de 297 páginas. El público tuvo la oportunidad de dar su opinión. Había muchas razones para rechazar el acuerdo, incluyendo serias dudas sobre la legitimidad del plebiscito mismo. El gobierno, cuestionablemente, redujo el umbral de participación que habría hecho que el pacto fuera de cumplimiento obligatorio con tan sólo el 13% de la ciudadanía habilitada para votar. Originalmente ese requisito había sido del 50%.
Santos también presentó un acuerdo enormemente complejo como una simple pregunta de si o no. Si hubiera ganado el “Sí” el acuerdo habría sido incorporado a la constitución del país. Eso habría invalidado muchos de nuestros principios fundamentales.
El gobierno llevó a cabo una campaña vergonzosa. Amenazó con retener dinero de los gobernadores que no apoyaran el acuerdo abiertamente. Usó fondos públicos para una campaña masiva de publicidad, a la vez que negó recursos a la campaña de la oposición.
Pese a todas sus ventajas, los defensores del “Sí” perdieron debido a la sustancia de su política. Considere a algunos de los aspectos más indignantes del acuerdo: habría reemplazado la rama judicial de Colombia con un tribunal separado, a la medida de las necesidades de las FARC y diseñado para garantizar la impunidad de sus crímenes de guerra. También proveía una amnistía amplia a los narcotraficantes, sobre la base de que su comportamiento era una extensión de los crímenes políticos.
El voto del “No” significa que el acuerdo original ya no existe. Sin embargo, la paz aún puede ser alcanzada con los cambios profundos y necesarios que millones de colombianos han pedido. Sólo estos cambios pueden asegurar que Colombia no caiga presa del populismo socialista respaldado por Venezuela que las FARC y sus aliados han impulsado. En consecuencia espero que el gobierno colombiano siga el mandato del pueblo de renegociar con las FARC.
Las instituciones judiciales existentes en el país deben ser encargadas de la tarea de operar el esquema de justicia transicional. Los guerrilleros rasos que no son responsables de crímenes atroces podrían recibir una amnistía, pero los cerebros de las FARC que han cometido crímenes de guerra y despreciables violaciones de derechos humanos deben ser castigados. ¿Qué tipo de mensaje enviaría la impunidad a otros terroristas?
A los comandantes de las FARC que han cometido crímenes graves no se les debería dar el privilegio de postularse a cargos públicos, como sucede con otros criminales convictos en Colombia. Hicimos cumplir una restricción similar para los 35.000 paramilitares que se desmovilizaron durante mi gobierno. Los líderes políticos deberían ser los modelos a seguir, no los ex terroristas.
Un nuevo acuerdo de paz también debe requerir que las FARC entreguen la fortuna generada por las drogas para ayudar con ella a las víctimas de la violencia. El grupo debe liberar a los niños que ha reclutado por años y responder por cada ciudadano que ha secuestrado. Además, el acuerdo debería incluir protecciones para la inversión privada en Colombia, tales como un compromiso para respetar los derechos de tierras, preservar la salud fiscal del gobierno y mantener la competitividad de la economía privada. En cierto modo, el acuerdo original guardó silencio en estos asuntos.
Colombia necesita el entendimiento y apoyo de la comunidad internacional para hacer cambios profundos al acuerdo. Esto es lo que los colombianos han decidido, sabiendo mejor que nadie lo que hay en juego.
— Álvaro Uribe fue presidente de Colombia entre 2002 y 2010.
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