Técnicamente las elecciones no fueron convocada para ratificar o no al mandatario, como lo han hecho en el pasado otros autócratas. Pero la idea de que votar o no por los candidatos a alcaldes y prefectos del oficialismo equivalía a evaluar a Correa, la difundió él mismo convirtiendo el voto en un referendo a su labor.
En una acción política descarada, que no tiene precedentes, el presidente se dedicó a tiempo completo a hacer campaña en favor de sus protegidos, a lo largo y ancho del territorio. Para ello incluso tuvo la desfachatez de abandonar el despacho presidencial “con licencia”, aunque sin dejar de usar la maquinaria y fondos fiscales para movilizarse y actuar.
En tiempos normales, ha habido casos en que los jefes de gobierno en el Ecuador, cuando han mediado elecciones seccionales en sus períodos, han expresado una opinión favorable a candidatos del partido del régimen. Pero jamás se ha registrado una intervención tan grosera en la campaña como la de Correa en los comicios del domingo.
El Presidente, una vez electo y en funciones, se supone que lo es de todos los ecuatorianos y no de una facción. Ni siquiera debería regularse esta evidencia, resultante del sentido común sobre la cual se basa una democracia. Mas en Correa lo único que al pareceer le es común es atropellar y no solo verbalmente.
Esa actitud pendenciera ha sido celebrada por cierta gente afín con su espíritu revanchista. Y ha sido veladamente tolerada por muchas otras personas, que al parecer se han abstenido de expesar su rechazo por temor. El miedo a la represalia las ha forzado a callar, hasta que ahora han podido expresarse silenciosamentre en las urnas.
Siete años es mucho tiempo para cualquier gobernante sobre todo si no se ha frenado en despilfarros, corrupción, destrucción y alteración de las estructuras básicas del sistema democrático y bloqueo al desarrollo de una economía de mercado e inversión libres. Pero, más vale tarde que nunca.
Una vez quebrado el mito del Correa mesiánico y desaparecido o al menos reducido el miedo, la gente en el Ecuador debería mirar hacia el futuro, sin detenerse a analizar o castigar a culpables y cómplices del mito. Pues urge perfeccionar una agenda de recuperación del Ecuador democrático, que si bien nunca lo ha sido a niveles de excelencia, tampoco había llegado a consagrar con votos a un autócrata y no una sino varias veces a lo largo de siete años.
En adelante debería diseñarse, por ejemplo, la forma de evitar los desafueros que Correa lanza verbalmente los sábados en sus sabatinas y en toda las ocasión que tiene un micrófono por delante para degradar a quienes no piensan como él. En su lugar, hay que restituir la práctica democrática de las periódicas conferencias de prensa, que inclusive las dictaduras militares las celebraban.
Particularmente los periodistas y dueños de las empresas de comunicación audiovisuales y escritas, todavía independientes, deberían despojarse del temor al líder y decir y difundir la verdad sobre él sin circunloquios, con la entereza de siempre y resueltos a resistir (individual o colectivamente)cualquier nuevo intento por reprimir la libre expresión.
Correa impuso una ley de comunicación que jamás debió permitirse. No se trata de modificarla: hay que eliminarla. Si un medio o un comunicador se extra limita en sus funciones, ya existía legislación para juzgarlo, por falsía o por calumnia. En cuanto a la calidad del contenido de los mensajes, no existe mejor juez para aprobarlo o desaprobarlo que el consumidor.
Sustituir a ese gran juez que en definitiva es el pueblo lector o espectador por un burócrata, por calificado que fuere, es una aberración del sentido común, es decir, del concepto de democracia y libertad. Las penalidasdes que Correa impuso a El Universo, a columnistas, a un caricaturista, por el solo hecho de disentir con él o criticarlo, son abominables.
Nunca los medios debieron permitir que el proyecto de ley avance de las manos de Correa a una Asamblea servil. Que la mejor ley de información es la que no existe, es un principio dogmático de la democracia. Dichos medios, que en el Ecuador están unidos en un cartel, debieron haberse aliado para expesar se alarma, descontento y protesta y como último recurso de rechazo debieron planear un boicot informativo al gobernante.
Se cita este hecho histórico, para que no se repita. Porque el influjo de los medios de comunicación en una sociedad libre, es determinante. En esta nueva etapa, ahora sin el miedo que los amordazó, los medios podrán nuevamente volver a desempeñar el papel decisivo que se opacó durante esta larga etapa de siete años de “correismo”.
Quito, Guayaquil, Cuenca, Manta, Portoviejo y otras grandes y menores ciudades del país le han cerrado el paso al arrogante líder. No cabe lucubrar más acerca de esta derrota. Frente a ella Correa no se corregirá, no está en su ADN, en su temperamento. Sus primeras reacciones lo confirman. Los mismos insultos, la misma arrogancia y vituperación a los opositores.
El no cambiará, pero la oposición si tiene que hacerlo. La meta sería llegar a estructurar un par de movimientos que, consolidados, se conviertan en los partidos políticos básicos que aniquiló Correa. Lo sustancial que les diferencie debería ser un mayor o menor apego a la intervención estatal, o una mayor fe en el potencial de los individuos para alcanzar el bienestar.
La fórmula ha funcionado óptimamente en otras sociedades y puede y debe ocurrir igual en el Ecuador. El requisito es contar con líderes de pensamiento antípoda al de Correa, que entiendan los principios sustantivos de la democracia, uno de los cuales es evitar que una rama del poder tripartito, la del Ejecutivo, quiebre el equilibrio y se erija en dictador virtual o simulado.
Si las esperanzas se confirman, podría hablarse entonces de que terminado la era no solo del correismo sino del velasquismo cuya simiente ha seguido germinando hasta en el mismísimo Correa, no obstante haberse asentado en el país hace ya casi una centuria. Caso contrario continuará esparciéndose como la mala hierba del peronismo en la desdichada Argentina.