Todos suponían que Mitt Romney, el candidato republicano que intentará sustituir al demócrata Barack Hussein Obama en la Casa Blanca, buscaría todo foro disponible para condenar a la Corte Suprema de Justicia por la pirueta jurídica que utilizó para no anular la ley de salud de este régimen, conocida como Obamacare, por inconstitucional.
Era una oportunidad brillante para desvanecer los temores expresados con frecuencia en los debates de las primarias, de que el talón de Aquiles de Romney sería precisamente el hecho de que el Obamacare se inspiró en el Romneycare, impuesto en Massachussets cuando era gobernador del 2003 al 2007.
En lugar de ello, en lugar de aprovechar la coyuntura para declarar que la experiencia de estatizar los servicios de salud fue algo de lo que se arrepiente y no quiere verla extendida a toda la nación, como quiere Obama, el candidato republicano ha sido ambiguo. Su primer comentario fue para aprobar la decisión de la Corte, aunque luego se rectificó.
El proyecto más ambicioso de Obama ha sido y es su Obamacare. Presionó por todos los medios ilícitos y no ilícitos para que el Congreso lo apruebe con los votos en rebaño de todos los demócratas con mayoría absoluta en las dos cámaras y sin ningún voto republicano. Y además con la oposición de la mayoría de ciudadanos encuestados antes, durante y después de la aprobación de la ley.
Obama y su círculo han dicho que la ley es copia de la de Romney y que incluso en la elaboración del farragoso proyecto de 2.700 páginas (que nunca fueron leídas para aprobarlo) se contó con la asesoría de expertos del ex gobernador. La gente repudia la ley porque está diseñada para eliminar la competencia de más de 1.500 empresas privadas proveedoras de los servicios que hoy existen.
La meta es sustituir a los proveedores privados por un único proveedor, el Estado. Con ello desaparecería el derecho a escoger proveedores y médicos y a depender de las decisiones de comités de burócratas, que se convertirán así en árbitros de la vida y de la muerte, como en los peores regímenes socialistas/fascistas.
Los servicios empeorarían y la corrupción para obtener favores y contratos con los burócratas irían in crescendo. Los costos subirán para lo cual el Obamacare ya tiene la solución: crear 21 nuevos impuestos a las primas, a la hospitalización, a la compraventa de inmuebles, a las inversiones privadas y a la renta de gente y empresas con mayores ingresos.
Tales medidas acentuarán la recesión y elevarán la deuda pública que ya es de 16 trillones de dólares, un tercio generado por el actual gobierno. Es un axioma, probado históricamente, que aumentar las cargas impositivas en tiempos de crisis no la resuelven, la empeoran. El propio Obama lo está constatando. Con casi cuatro años de su mandato, la tasa de desempleo continuó en junio en el 8.2%.
Lo que debería ser más desalentador para un presidenre negro, es que el desempleo entre los negros es del 14.4% y entre los hispanos del 11%. En junio se crearon solo 80.000 empleos, pero los que se acogieron al seguro por impedimentos físicos fueron 85.000 lo que indica que se trata de desempleados obligados a esa opción por falta de empleo.
Obama busca deliberadamente incrementar la dependencia de subsidios antes que facilitar la creación de empleos por parte del únicos sector capaz de hacerlo, que es el privado. Se autoelogia de ello y del aumento en la concesión de foodstamps, o subsidios alimentarios, prometiendo abolir las deudas hipotecarias y de los préstamos a estudiantes, con más impuestos a los ricos.
No cree en las fuerzas del mercado como la sola fuente para generar y producir ideas, empresas, servicios, innovaciones. El Estado tiene que sustituir, según él, a la iniciativa individual y asignar recursos y modos de conducta y consumo según las prioridades dicatadas por los comités de burócratas del régimen.
La “mano invisible” de John Stuart Mill como reguladora del mercado, Obama y su clan la quieren cambiar por la “mano de hierro” del centralismo estatal. La URSS sufrió esa experiencia por más de siete décadas y su población, tras el hambre y la opresión que soportó, está apenas oxigenándose hoy con el acceso a los beneficios del mercado libre.
Hay los otros ejemplos de Corea del Norte, Cuba, o Europa en la cual la aplicación del utopismo del Estado de bienestar o beneficencia la ha llevado a una crisis ruinosa, por la falta de financiamiento. La política de Obama va en esa dirección y el Obamacare es la punta de lanza en esa cruzada.
Existía la esperanza de que la ley sería archivada por la Corte Suprema de Justicia, con mayoría conservadora. Pero a última hora el presidente, John Roberts, conservador, se alineó con los cuatro izquierdistas de la minoría para rescatar la ley. Ésta había sido cuestionada principalmente porque fija un mandato para que todos adquieran un seguro de salud, o paguen una multa.
Roberts concuerda con que esa obligatoriedad viola cláusulas de comercio sobre la materia, expresadas en la Constitución. Su análisis debió detenerse allí y declararla inconstitucional y punto. Prefirió hacer una contorsión o pirueta sofística para convertir ese mandato y esa penalidad inconstitucionales en impuesto, facultad que si la tendría el Congreso.
Los debates sobre el tema son inacables, pero lo cierto es que la Suprema ratificó al Obamacare como ley en vigencia en la nación. Como en el caso de la legalización del aborto en 1973, no importa si la mayoría del pueblo esté en desacuerdo. Todos tienen que acatarla tras el fallo de la máxima autoridad jurídca del país.
Para contrarrestar el paso en falso de la Suprema, solo queda no reelegir a Obama el 6 de noviembre próximo, confirmar la mayoría republicana en la Cámara de Representantes y recuperar la mayoría en el Senado, ahora bajo control demócrata.
Romney ha prometido, si, iniciar el proceso de derogatoria del Obamacare el día en que se posesione en la Casa Blanca. Pero a este ritmo ¿llegará a la Casa Blanca? ¿Generará suficiente entusiasmo como para que la gente de oposición salga a votar en favor de los legisladores republicanos? ¿O se extenderá la apatía?
Obama apela permanente y maliciosamente a una retórica populista. A las objeciones sobre el negativo impacto de más impuestos con el Obamacare o el potencial deterioro y corrupción de los servicios médicos, él denuncia que Romney y los republicanos buscan reducir la asistencia médica a los desposeídos, para beneficiar a las clases adineradas.
Habla de que sin el Obamacare los viejos y las minorías no tendrán acceso a los cuidados de salud. Que si se mantiene el estatus quo, los servicios aumentarán de costo para enriquecer más a unos pocos. No alude a una revisión y reforma del sistema privado, sino a su abolición y reemplazo por un Estado en que no haya sin opción a escoger o protestar.
Romney no ataca al Obamacare como lo haría cualquier otro candidato realmente convencido de que es pernicioso. Un Newt Gingrich, por ejemplo, jamás habría vacilado ni diferido una respuesta directa y rápida contra la ley y la decisión de la Suprema, citando además que atenta contra la libertad religiosa al imponer a instituciones católicas y cristianas en general un mandato pro aborto y anticonceptivos.
Muchas veces los discursos de Romney recuerdan a esas músicas ambientales que se escuchan en aeropuertos, como ideadas para apaciguar a pasajeros impacientes. No animan, no despiertan, no impelen a seguir ni a batallar por una idea o una causa. Añádase que Romney, como John McCain en el 2008, no quiere denunciar las mentiras del rival en cuanto a su partida de nacimiento o su documento de seguro social (equivalente aquí a cédula de identidad), que expertos de todas las tendencias han comprobado son espurios.
¿Cómo ganar una batalla en esas condiciones, pero aún si en el lado de Obama está la mafia de Chicago, la que dio el triunfo a John F. Kennedy sobre Richard Nixon en 1960? Cuando éste le aventajaba en el conteo, papá Kennedy (Joseph) pidió a sus amigos de Chicago tantos votos, urgente, para apuntalar a su hijo. Les fueron dados, pero no de manera gratuita. Cuando John y su hermano Robert rompieron el pacto y osaron combatir a la mafia, ésta los ejecutó.(“Legacy of Secrecy, The long shadow of the JFK assassination” by Lamar Waldron with Thom Hartman. Counterpoint Berkley)
John McCain se distingue de Romney porque su pasado conservador es incuestionable. Héroe militar, cuando incursionó en política jamás se apartó de los principios conservadores. Su problema es que quiso aparecer “centrista” para ganarse a los independientes y en ese plano prohibió que se aborden asuntos personales sobre ese “buen hombre” que es Obama. Impidió incluso que se diga que Barack se llama también Hussein, para no recordar sus conexciones musulmanas.
Romney, en contraste, difícilmente pasaría un test sobre principios conservadores. Ha sido empresario privado próspero, eso si y como tal dirigió acertadamente los Juegos Olímpicos de Invierno en Utah y la empresa Bain Capital. Pero eso no lo convierte en político conservador. De ahi su Romneycare en Massachussetts, propio de un liberal y sus constantes vacilaciones y contradicciones de campaña, como ahora frente a Obama.
El escepticismo crece en las filas republicanas, sobre todo en medio de esa multitud incorpórea pero real del Tea Party. Algunos hablan de que acaso sea posible que en la Convención del GOP del 27 del próximo mes en Tampa, Florida, haya suficientes delegados para quebrar la votación y no ratificar la nominación de Romney. Asunto sujeto, por cierto, a la especulación.
De todas maneras, nadie espera que Romney se “regenere” de pronto y se vuelva un Kennedy o un Reagan. Pero si con esa tónica modosa, monótona, temerosa y sin contraluces el candidato republicano gana, sería por obra de un milagro. El milagro de que la mayoría de votantes entienda por otras vías, no las del candidato opositor, que Obama es nefasto y que hay que sustituirlo...aunque sea con Romney.
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