Por lo menos un mérito tendrán que reconocer sus enemigos al candidato presidencial republicano Donald Trump: su “milagrosa” capacidad para unir en su contra a la dirigencia (establishment) de los dos partidos y a los más “sabios” analistas de los medios audiovisuales y escritos.
Desde que Trump anunció su aspiración a la nominación por el GOP el 15 de junio pasado, los más connotados columnistas y mayores expertos en política y politología advirtieron que su candidatura no duraría sino pocas semanas, porque se trataba de un payaso insustancial, que no sabía otra cosa que vociferar, insultar y hacer piruetas de circo.
Han pasado seis meses y desde el primer día del anuncio, toda encuesta de opinión lo coloca en el primer puesto. Los analistas se deconciertan pero no se dan por vencidos y ahora han optado por acusar a quienes siguen a Trump de idiotas, impresionables e ignorantes, que al momento de votar reflexionarán para rechazar al “payaso”.
La acusación aparte de ofender a los partidarios del candidato, revela falta de agudeza de los analistas. Arguyen que Trump insulta y elude ir a la sustancia de los temas en debate. Pero no observan que él jamás ha iniciado el diálogo ríspido, sino que siempre lo hecho como respuesta a los insultos gratuitos que ha recibido, sin motivación alguna.
Curiosamente, todos los pre candidatos que comenzaron de esa manera sus diatribas contra Donald, cayeron bruscamente en las encuestas hasta verse obligados a renunciar. Otros luchan por sobrevivir con 3 puntos o menos, como Jeb Bush, que inicialmente figuraba como puntero en la campaña y favorito del establishment del GOP.
Ciertamente que la oratoria de Trump es distinta, pero no es vacía. Dice lo que tiene que decir de modo directo, sin tapujos, con color, calor y humor y a momentos con sátira. Y lo que dice es lo que la mayoría de ciudadanos quiere oir de un líder con fuerza, de un “macho alfa” que promete no “la transformación” del país, como Obama, sino su recuperación.
Comenzó su incursión en la política denunciando una de las peores formas de destrucción del país: la virtual abolición de las fronteras para permitir la libre inmigración no solo de latinoamericanos sino sobre todo de árabes musulmanes para profundizar la “islamización” de los Estados Unidos en la que se halla empeñado Obama desde el 2009.
El asunto, que los “sabios” analistas dijeron que acabaría con la candidatura de Trump antes de que se afianzara, es ahora uno de los principales temas de discusión de la campaña, sobre todo tras los actos terroristas de París y San Bernardino y la gris reacción del jefe de la Casa Blanca. En Europa también se habla de acabar con el mito de la abolición de fronteras.
Correlativamente, Trump proclamó la necesidad de una moratoria para el ingreso de árabes a los Estados Unidos, hasta que se perfeccionen los métodos de investigación tanto para los que quieren llegar como para los que ya están aquí de primera, segunda o tercera generaciones. La medida es lógica, pues el islamismo radical tiene declarada la guerra a este país.
Jamás ha habido denuncias de musulmanes, residentes o no en los Estados Unidos, de atentados en ciernes que los servicios policiales hubiesen podido detectar y evitar a tiempo. Urge, por tanto, que se levante la orden de Obama que impide vigilar a mezquitas y organizaciones musulmanas potencialmente jihadistas. (Así no habría habido la tragedia de San Bernardino)
Los atacantes de Trump insinúan que sus expresiones sobre Putin delatan que, si triunfa, su gobierno sería tan autoritario como el del líder ruso. Es una más de las distorsiones de los analistas. Con sentido pragmático, lo que el candidato dijo es que Putin ha hecho en esa zona lo que Obama no hizo o no quiso hacer: derrotar a los terroristas en Siria y demoler al ISIS. ¿Por qué, pues, no apoyarlo?
En materia económica, jamás Trump ha dicho que gobernaría como dictador como Obama con el Obamacare y los Decretos Ejecutivos para modificarlo sin consentimiento del Congreso, o para legislar en materia de inmigración o a través de las agencias para legislar sobre medio ambiente y minería y banca e innumerables otras materias, sobre las cuales el Congreso ha abdicado en los últimos años.
Lo que ha impulsado a Trump a dejar sus multibillonarias empresas para lanzarse a la política, es la preocupación por la audacia de una minoría “progresista” que se ha aferrado al poder para ir deshaciendo la esencial grandeza de este país, que reside en la división de poderes y contrapeso entre si, conforme a las normas y doctrina de quienes fundaron esta nación en el siglo XVIII.
La Constitución de 1789, inspirada en la doctrina de la Declaración de la Independencia de 1776, no son documentos obsoletos como pretenden los progresistas, sino que están más vívidos y radiantes que nunca. Son los “progresistas” los que quieren marchitarlos, habiendo logrado ya que el Congreso y la Corte Suprema cedan gran parte de sus atribuciones.
Mientras más se debilite la Constitución, más posibilidades existen de que crezca un Ejecutivo dictatorial. Los fundadores de la nación la diseñaron para evitarlo. Los seguidores de Trump así lo creen, por eso lo respaldan y no por espejismo circense. Solo una maniobra siniestra de sus enemigos, como un atentado terrorista, podría impedir su nominación y victoria final.