A diez años de la tragedia del ataque terrorista a las Torres Gemelas y el Pentágono, a más de la caída del tercer avión en Pennsilvania, el país está más desunido que nunca. El hecho de que varios ex jefes de Estado se hayan reunido para las ceremonias de conmemoración han sido más bien protocolarias.
Cuando el pueblo eligió a Barack Hussein Obama en el 2008 presidente de los Estados Unidos, muchos pensaron que se estaba dando un paso en firme hacia la reconciliación nacional. Puesto que era el primer ciudadano negro en llegar a la Casa Blanca, era lógico suponer que al elegirlo por mayoría, el estigma del racismo se reduciría.
Por desgracia ha ocurrido lo contrario. Y el primero en atizarlo ha sido el mandatario, quien en casi tres años de gobierno ha exacerbado los sentimientos de diferencias raciales y de clase, asi como de rechazo a los principios esenciales de esta nación en cuanto a libertad, tolerancia y consolidación del sistema democrático capitalista.
Cuando prometía en su campaña electoral que había que cambiar a esta nación, pocos imaginaban que el cambio que buscaba y busca era y es radical: la transformación de una cultura de respeto a la individualidad por una de hegemonía del estado en todos los órdenes de la conducta humana.
Esa visión, constante en la historia, calificada modernamente de fascismo se refleja por igual en gobiernos socialistas como los de la Europa actual, como en los comunistas de Cuba, China y Corea del Norte o los populistas de tantos otros regímenes de América Latina (Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua) o del Medio Oriente.
Obama ha manipulado la ley para desviar por esa ruta a esta nación. Una prueba es la incursión en los servicios privados de salud para destruírlos y sustituirlos por un ente estatal. La ley fue aprobada por el Congreso pero a rajatabla, sin un solo voto republicano y con la oposición de la mayoría de los Estados de la Unión y de la opinión popular.
Creó una veintena de zares o superministros, sin la venia del Senado como manda la ley. Con ellos y la ayuda de los demócratas, aumentó las regulaciones para el libre desarrollo e inversión del sector privado, elevó la burocracia y sus salarios, prohibió la inversión petrolera dentro del país y mal utilizó más de 800.000 millones de dólares de gasto fiscal para crear empleos.
El desempleo subió al 9,1% y allí se quedará hasta el 2015. Los beneficiarios del subsidio fiscal fueron fábricas quebradas por mal manejo gerencial, como la General Motors, cuyos sindicatos responsables de esa quiebra no sufrieron reajuste alguno. Los bancos, corresponsables del descalabro hipotecario, recibieron más dinero en lugar de acogerse a la quiebra.
El pasado jueves Obama anunció un nuevo Plan de Empleo. Lo hizo tras semanas de espera y “suspenso”. Tanta fue la expectativa que alguien dijo que tendría que transformar el agua en vino para justificarla. Otros aspiraban a aplaudirlo si admitía que sus políticas equivocadas eran las causales del desempleo, con la esperanza de que prometería detenerlas y reemplazarlas por otras más pragmáticas.
Pero lo que dijo no ha satisfecho ni a sus fieles seguidores demócratas acaso con la excepción de los negros que ven en él no a un líder, sino a uno de los suyos, un negro (pese a ser mulato, hijo de madre blanca y padre negro). Porque lo que anunció son propuestas generales y no un plan, ni menos un plan financiado.
Lo que pide Obama es más dinero fiscal, 450.000 millones de dólares, para combatir el desempleo. Uno de los síntomas de insania es repetir un error y esperar resultados distintos. La medida no va a ser aprobada por la Cámara de Representantes con mayoría republicana desde noviembre del 2010. Y aunque fuere aprobada, no va a crear empleo.
Entre otros objetivos específicos, Obama pide ofecer incentivos tributarios a los empresarios que creen nuevos empleos. Lo cual es absurdo, pues un empresario emplea más gente cuando lo necesita, porque su negocio crece, no porque va a tener una exención tributaria, que además será válida solo por un solo año.
Como hace dos años y medio, Obama también quiere más dinero para obras públicas como carreteras, puentes, puertos. Pero ¿de dónde sacará el dinero para los sueldos y materiales? Si las finanzas están quebradas y la deuda ha llegado a más de 15 trillones de dólares, los recursos no podrían venir de nuevos impuestos, sino de nuevo endeudamiento.
Igualmente pide extender la reducción del 6% al 3.2% del pago que cada empleado tiene que consignar para el seguro social. Aparece compasivo, pero no lo es. Los fondos del seguro están en rojo y lo que se necesita es revisarlo según el model chileno con suma urgencia para evitar el colapso total en pocos años. Rehuir hacerlo es irresponsable y rebajas como la propuesta por Obama, solo agravan el problema.
No obstante todas las evidencias de fracaso, en su discurso Obama conminó al Congreso a aprobar el proyecto de inmediato y sin dilación. Ya se verá luego, dijo, cómo financiarlo. Es lo que ocurrió con el Obamacare. Sus promotores conminaron a los congresistas a aprobarlo sin leer las 2.000 y más páginas del proyecto...para leerlo después. Y así ocurrió, pero con un Congreso de dominio demócrata en ambas cámaras.
“Pass the bill”, aprueben el proyecto ya, se ha convertido en el grito de guerra de Obama al iniciar oficialmente con su discurso la campaña para la reelección presidencial en el 2012. Al día siguiente inició sus giras por Estados clave para esparcir su proclama, con la amenza de que si tal no ocurre, serán los republicanos opositores los causantes del desempleo y la crisis fiscal y económica.
Él y sus demócratas enfatizarán el supuesto obstruccinismo de los republicanos y el Tea Party, pese a que el clamor de éstos simplemente es porque se reduzca el gasto fiscal dispendioso, se pague y baje la monstruosa deuda pública y se cree un clima de respeto a la demonizada empresa privada, motor de la economía y empleo en éste y en cualquier otro país.
Si las elecciones presidenciales en los Estados Unidos se realizaran mañana, cualquiera de los candidatos que nomine el partido republicano podría derrotar a Obama por vasta mayoría. Aún diarios biblia para los demócratas como el The New York Times se muestran escépticos acerca de la posibilidad de que Obama sea reelecto. Pero faltan 14 meses para los comicios reales y cualquier cosa puede suceder.
Está de por medio la maquinaria electoral de Obama, en manos del grupo más radical y mafioso del partido, asentado en Chicago en donde él fue amaestrado para la presidencia. Y existe el peligro de que en el lado opositor emerja un candidato “politically correct” que no quiera incomodar a su rival, como ocurrió en el 2008 con John McCain.
A Obama hay que derrotarlo desnudándole todas las verdades que lo rodean. No solo poniendo en evidencia las equivocaciones en el manejo de la economía y la política externa, sino también con relación a sus orígenes. La Constitución prohibe que se candidatice a alquien que no sea “natural born citizen”, o sea nacido en este país (Obama no lo ha podido probar) y ser hijo de padres norteamericanos (que tampoco aplica a Obama).
¿Por qué no decirlo? ¿Y por qué no exigirle que enseñe los pasaportes con los cuales viajó a Pakistán (probablemente británico por su padre de Kanya, entonces súbdito del Reino), cuando los norteamericanos estaban prohibidos de hacerlo? ¿Y por qué no aclarar por qué su carnet de seguro social está registrado en Connecticut y no en Hawai, que era el sitio donde vivía al supuesto momento de la expedición del documento? Ademas, nunca ha vivido en Connecticut. ¿Y cuál es la historia de su paso por escuelas y colegios, de sus amistades y amoríos?
No se puede ni debe reelegir a un individuo rodeado de tantas dudas y misterio. Lo demanda no solo esta nación, que pugna por mantenerse excepcional por su poderío y sus valores, sino porque lo demanda una humanidad que aspira, con su ejemplo, a vivir con libertad y dignidad.
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