Quién hubiera podido imaginar que al comenzar las primarias del partido demócrata para escoger al candidato que le dispute la reelección al Presidente republicano Donald Trump en noviembre próximo, figuren como punteros dos socialistas/comunistas, uno no afiliado al partido y el otro un gay.
El hecho denota una crisis que se analiza en un artículo publicado hoy por el diario The Wall Street Journal, transcrito al final de esta nota, que explica cómo el partido demócrata ha cedido al influjo de la izquierda radical en los último años, hasta lucir por completo dominado por esta ideología.
Bernie Sanders, de 77 años de edad, es un veterano legislador y ex gobernador de Vermont, hijo de exiliados polacos que no oculta sus preferencias por el socialismo, que pasó su luna de miel en Moscú y expresó sus simpatías por Fidel Castro y los tiranuelos que lo han imitado en Nicaragua, Venezuela y Bolivia. Es independiente, no se ha afiliado nunca al partido demócrata.
En las elecciones primarias (concluirán en junio) de Iowa y New Hampshire Sanders ha resultado ganador, pero muy cerca le sigue Pete Buttigieg o Pete the Mayor, de 38 años de edad, ex alcalde de un pueblito de Indiana, homosexual, casado con homosexual. Muy locuaz y sofista, se escuda en la Biblia para justificar su sexualidad y oculta con habilidad sus ideas extremas de izquierda que heredó de su padre, comunista afiliado y catedrático universitario.
La lista de aspirantes a la nominación era larga pero se ha reducido a no más de cinco o seis. Ninguno de ellos respondió con entereza a la pregunta de si objetaban que el partido se haya encaminado hacia la izquiera radical marxista. Y todos convinieron en que uno de los requisitos de afiliación era no disputar el derecho de la mujer al aborto sin restricciones.
Previamente al inicio de la primarias, el ex Vicepresidente Joe Biden figuraba como favorito para la nominación y así lo predecían y proclamaban incansablemente los medios de comunicación adictos a la causa y proclamas del partido demócrata. Pero la realidad ha sido brutalmente otra. Los primeros resultados revelan que Biden ha pasado a últimos lugares.
Lo cual confirma la convicción de que el fallido "Impeachment" al Presidente Trump, en el que se le acusaba de "abusar del poder" para presionar al Presidente de Ucrania para que enjuicie y desprestigie a Biden "porque sería su principal rival en los comicios
electorales del 2020" era un patraña falsa y miserable.
El Impeachment se basó en una conversación telefónica de Trump con el Presidente Zelensky de Ucrania en julio del 2019 en la cual le pide información sobre hechos turbios de Biden y su hijo Hunter en el 2016, sin hacer referencia jamás a política para el 2020. No se menciona ninguna coerción, amenaza, ni corte de ayuda militar y ello fue corroborado por el propio Zelensky.
¿Por qué tanto interés, tanta mentira y fatiga de los demócratas por defender a Biden? Biden gestionó un cargo en la junta directiva de la petrolera Barisma de Ucrania para su hijo Hunter, con un sueldo de 83.000 dólares mensuales. Es una compañía de corrupción total y cuando se anunció que sería auditada, Joe amenazó con suspender la ayuda militar al régimen de entonces si no se cancelaba al Fiscal.
De ello hay pruebas en un clip de TV que circula profuso pero nadie ha iniciao juicio contra él por el delito de cohecho y ahí si de "abuso del poder". Tampoco se ha comentado que los senadores demócratas Menendez y Durbin amenazaron con represalias a ese mismo régimen si no apoyaban la tesis de la colisión rusa contra Trump dentro de la campaña para oponerse al candidato en el 2016.
Joe Biden se hallaba en gestiones en Ucrania por pedido y mandato de su jefe Obama. Cualquier fechoría de Biden debía tener el visto bueno de Obama, tanto en Ucrania como en China, donde obtuvo un crédito (?) de 1.500 millones de dólares. Rudy Giuliani, el abogado de Trump, dice tener todos los documentos probatorios y que está dispuesto a exhibirlos en el momento propicio.
Ese momento propicio aparentemente está por llegar, cuando el comisionado especial John H. Durham de a conocer el resultado de sus investigaciones sobre el origen, nexos y vinculaciones del caso de la colisión rusa y demás actos de corrupción del FBI, CIA que se confabularon en tiempos de Obama para destruir e incluso derrocar a Donald J. Trump, legítimamente electo Presidente en el 2016.
La consigna demócrata es destruir a Trump, con cualquiera que resultare ganador de la nominación. No lo van a lograr porque si lo lograran, la Constitución quedaría hecha trizas como trizas hizo la líder del Congreso Nancy Pelosi con el discurso de Trump. Quienes creen que el socialismo/progresista/marxista conviene al país, es porque ignoran la Historia y rechazan la Constitución Americana.
El Artículo de Joseph Epstein, WSJ:
El Artículo de Joseph Epstein, WSJ:
George Orwell noted the nervousness of people on the left when confronted by those even further to the left. This nervousness stems from leftists’ fear that they will be taken for impure in their own leftism, that their thought and actions don’t go far enough, that they are, finally, not really on the bus. In America during the 1930s, Communists mocked liberals for their weakness, and liberals worried about not measuring up. Hence the phenomenon of the “fellow traveler,” someone who sympathized with the Communist Party but couldn’t bring himself to join it.
Orwell’s observation remains in play. In the mid-1960s, Stokely Carmichael and other young black militants pushed the American civil-rights movement leftward, and away from its goal of integration. Liberals, unable to face down this left-wing pull toward Black Power, knuckled under. A gloriously successful campaign for equal rights based on conscience and dignity devolved into an angry, incoherent movement based on guilt and victimhood. The last thing allowed was the concession of progress of any sort in racial matters. Impressive civil-rights leaders such as Martin Luther King Jr., Whitney Young, Roy Wilkins, and A. Philip Randolph were replaced by such dubious figures as Jesse Jackson and Al Sharpton. The movement never recovered.
The same phenomenon appeared in American universities. In faculty meetings everywhere, small groups of the most radical professors were able to get their way through political pressure. Liberals, generally in the majority, were worried (if not terrified) of seeming to be on the wrong side. When they didn’t give in completely, they sought compromises that invariably favored the radicals. Standards and intellectual authority in universities have given way to political correctness and identity politics.
The same phenomenon appeared in American universities. In faculty meetings everywhere, small groups of the most radical professors were able to get their way through political pressure. Liberals, generally in the majority, were worried (if not terrified) of seeming to be on the wrong side. When they didn’t give in completely, they sought compromises that invariably favored the radicals. Standards and intellectual authority in universities have given way to political correctness and identity politics.
The same scenario is playing out in the Democratic Party. Since nominating George McGovern in 1972, the party has moved progressively leftward. If the Democrats may by now be said to have a center, it cannot hold, as William Butler Yeats has it in his poem “The Second Coming.” Among today’s Democrats, “The best lack all conviction, while the worst / Are full of passionate intensity.”
By ceding moral authority to the far left, the Democrats have lost the power to counter bizarre proposals with simple common sense. When a freshman congresswoman proposes a wildly improbable Green New Deal, instead of responding as Democrats of an earlier day would have—“Whaddya, kiddin’ me?”—they now take it seriously and several adopt it. When two other freshman Democrats make anti-Semitic pronouncements, no one in a party overwhelmingly the choice of Jewish voters has the authority to tell them to knock it off. When Democratic presidential candidates propose to provide free health care for all, or eliminate college tuition and college debt, or enlarge and pack the Supreme Court, or eliminate the Electoral College, all this is taken in earnest. And the Democratic Party is being held hostage to identity politics, so that no national ticket can ever again be without a black or female candidate.
Donald Trump’s aggressive personality has hastened the Democrats’ radicalization. Party members measure the intensity of their idealism by their hatred of Mr. Trump. The tone and temper of the contemporary Democratic Party encourages—indeed fully supports—this sad condition.
Consider Speaker Nancy Pelosi. A serious and skillful politician, she was finally pushed by her party’s left wing into permitting a hopeless impeachment proceeding that violated her own sensible criteria: that the reasons for impeachment be compelling, the evidence for it overwhelming, and the support for it bipartisan. When the impeachment failed in the Senate, as she had predicted it would, it drove her to the distinctly un-Pelosian act of tearing up her copy of the State of the Union address on national television.
What is to be done? No one has a good answer. Perhaps the only hope is that the Democrats put together a nightmare ticket— Elizabeth Warren and Cory Booker, say, or Bernie Sanders and Kamala Harris —and the party is so crushingly defeated in November that it returns to its long-lost political seriousness.
Mr. Epstein is the author, most recently, of “Charm: The Elusive Enchantment.”
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