El presidente Barack Hussein Obama recibió el Premio Nobel de la Paz antes de comenzar a gobernar el 20 de enero del 2009. La ridiculez de los escandinavos al otorgarle esa presea se ha acrecentado con el curso de siete años de su administración, que han dejado al mundo más inseguro que nunca.
Obama y los demócratas que piensan como él, sostienen que los Estados Unidos son la causa de las guerras y la miseria universales, por lo cual al cumplir su gestión redujo la presencia militar en la mayoría de frentes en conflicto, especialmente en el Oriente Medio y África del Norte.
Como era de esperarse, la violencia no cesó con el retiro de tropas de los Estados Unidos, sino que aumentó. En el Irak, donde el terrorismo había sido controlado hacia el 2011, volvió a florecer el extremismo islámico, formándose el primer Califato del siglo XXI. Siria, Libia, África Occidental también fueron presa del extremismo.
En Afganistán quedaron pocas tropas por orden de Obama, pero no las suficientes como para frenar al terrorismo talibán, que coadyuvó con el Al Qaida para el ataque a los Estados Unidos en el 9/11. Ofreció el retiro de todas las tropas hasta el 2016, pero revisó su decisión y acaba de acceder al envío de un refuerzo de 5.500 soldados para un total de casi 10.000.
En ningún momento citó como objetivo alcanzar la victoria. Ni siquiera fue claro en decir qué se propone como comandante en jefe de las fuerzas armadas de la mayor potencia militar del mundo, con el envío de las tropas adicionales. Su ministro de Defensa se enredó en un trabalenguas al señalar que no son tropas de combate sino anti terroristas.
Donald Trump, el candidato presidencial con mayor respaldo por el partido republicano, insiste en quejarse de que en esta nación ya no hay victorias, prometiendo salir en su rescate para volver a hacerla grande en ése y otros sentidos. No le falta razón, pues la sensación de derrota y frustración se está esparciendo en todos los estratos del país.
El ex-Secretario (ministro) de Defensa Robert Gates, que sirvió a Obama los dos primeros años (y antes a George W. Bush), acaba de confirmar en una entrevista anoche a FoxNews cómo Obama era renuente a definir la guerra con una victoria. Lo cual corrompe la concepción que existe sobre la guerra y la paz.
Contrariamente a la desviada doctrina de Obama y sus seguidores, no han sido los Estados Unidos los iniciadores de guerras. Al iniciarse la Primera y la Segunda Mundiales, la mayoría de la población norteamericana, aislada de Europa y el resto del globo por dos océanos, prefería mantenerse fuera de los conflictos que se gestaban en Europa.
Pero la gravedad del primer gran conflicto hizo inevitable su intervención y su aporte fue decisivo para la victoria contra el imperio austrohúngaro y prusiano, a costa de millones de vidas humanas y pérdida materiales. Los victoriosos sellaron la paz con el Tatado de Versalles que humilló a los derrotados, dejando sembrada la semilla de la discordia que habría de estallar pocos años después.
Franklin D. Roosevelt tardó en movilizar al pueblo norteamericano en pro de participar en otra conflagración mundial, por la oposición no solo de los republicanos sino de sus coidearios demócratas. El ataque japonés a Pearl Harbor lo decidió. Unánimemente, hombres y mujeres de toda condición, se unieron para derrocar al Eje Nazi Fascista.
En menos de cuatro años (de diciembre de 1941 a septiembre de 1945), la guerra iniciada por los nazis el 1 de septiembre de 1939 terminó, merced al decisivo aporte militar y económico de los Estados Unidos. No hubo réplica del Tratado de Versalles, sino un Plan Marshall para reconstruir la Europa derruída y un General Douglas MacArthur para liderar la democratización del Japón.
La potencia dominante fue los Estados Unidos. No buscó territorios como trofeo, sino acuerdos para garantizar democracias en los países donde las tiranías causaron las guerras, asignando tropas de ocupación para garantizarlo. La energía atómica, que la utilizó para doblegar al Japón, quiso comparitrla para usos de la paz, pero no halló eco en la contraparte aliada en la victoria: la URSS.
Moscú, dominada por Stalin, rechazó todo intento en favor de la propuesta de paz basada en la democracia. Creó un círculo impenetrable alrededor de los países bajo su dominio, calificado por Churchill como la Cortina de Hierro. Alemania quedó dividida y dentro de ella Berlín y más allá Europa. La doctrina del sistema marxista/leninista desbordó la Cortina y se expandió por el mundo.
Sus seguidores, generalmente a sueldo, obtuvieron mediante espionaje las fórmulas para desarrollar la energía atómica, empeorando la crisis de la Guerra Fría. La penetración de Stalin en la China, iniciada años antes de la II Guerra, se acentuó con más envío de armas, asesores y financiamiento. Mao Zedong, genocida, asumió el control total de la nación.
La expansión comunista sino/soviética se extendió a Corea, Vietnam, más regiones del Asia y llegó a América con Cuba, desde donde se regó por Bolivia, Nicaragua, El Salvador y otros países con agentes infiltrados en medios de comunicación, magisterio, fuerzas militares.
En la península coreana la invasión militar propiciada por China/URSS era tan notoria que las Naciones Unidas acordó repelerla con fuerzas conjuntas al mando de los Estados Unidos. Para decidir la victoria hubiera bastado que el presidente Truman autorizara al comandante de las fuerzas, el general MacArthur, el uso de armas disuasivas (¿nucleares?) para que los exhaustos soldados norcoreanos/chinos se rindieran.
Pero Truman, el de las bombas en Hiroshima y Nagasaki, prefirió relevar a MacArthur de su mando y renunciar a la victoria. La península se dividió en dos tras firmar el armisticio y hasta la fecha la parte al norte del paralelo 38 es comunista, protegida por China. La imagen veneranda que se ve en todo sitio público de Norcorea es, por cierto, Stalin.
En Vietnam sucedió algo parecido. China/URSS atacaron por el norte y cuando todo estaba perdido para los invasores, los “pacifistas” presionaron al Congreso para que deje de asignar fondos a los militares y se obligó la retirada, más vergozosa que en Corea: cayó Saigón, cayó Laos, cayó el prestigio de los Estados Unidos
Con la guerra del Golfo, los resultados positivos fueron a medias pues si bien las fuerzas iraquíes de Sudam Hussein fueron repelidas de Kuwait, el tirano no fue destronado. Lo fue después del 9/11, con la guerra de Bush contra el Irak y Afganistán. Pero estas guerras no han terminado después de l4 años por la simple razón de Trump: no buscaban la victoria.
¿Cómo imaginar que las fuerzas armadas más tecnificadas y eficaces del planeta no puedan pulverizar en corto tiempo al enemigo en esos países subdesarrollados? La situación se extrema con Obama, claro, pero con Bush se observó ya que su deseo no era derrotar al enemigo para firmar luego la paz, sino “conquistar almas y corazones” primero, para que así “dejen de odiarnos”.
Los terroristas no quieren negociar con Occidente, buscan imponer sus condiciones. Lo demostraron el 9/11, lo están demostrando a diario aquí, en Europa, en Israel, en el Medio Oriente. Se ignora si Obama comparte el criterio islámico o si cree en verdad que retirando toda guardia militar los enemigos se abstendrán de atacar. En cualquier caso su actitud constituye un peligro para la seguridad nacional.
La URSS está disuelta, pero el influjo del marxismo sigue latente en gente como Obama, Hillary, innúmeros demócratas, la academia, profesores, columnistas y reporteros. Esa visión equivocada se extiende a tolerar al extremismo musulmán, al cual ni siquiera se lo quiere identificar como tal. Pero ambos peligros existen.
No desear la guerra no implica necesariamente desear la paz. Porque la paz es garantizable solo desde una posición de fuerza, tal como lo dijo Reagan, antes Churchill y ahora Trump y como siempre lo aconseja el sentido común. Paz es sometimiento a la ley y si no hay fuerza que la haga cumplir, no hay ley. Hay caos, hay guerra.
No de otro modo cabe calificar a la charada (que el partido demócrata llama debate) en la cual la candidata presidencial Hillary Clinton se presentó anoche por CNN, junto con cuatro de sus supuestos rivales de partido.
El propósito, según se pudo colegir al cierre del programa, no era debatir ni cuestionar a Hillary, sino relanzarla en la campaña, una vez que todas las encuestas revelaban que su popularidad estaba cayendo en picada.
Los motivos de la caída son obvios. Está sujeta a investigación criminal por uso indebido de servidores privados para sus comunicaciones mientras era Secretaria de Estado y nunca ha podido justificarlo ni explicarlo ante el FBI ni ante la Comisión del Senado que investigan el caso.
Otra causal de su deterioro en las encuestas es su mentira perpetua en torno al caso Benghazi, cuando como resultado de un atentado terrorista murieron el embajador en Libia y tres altos funcionarios, cuando ella desempeñaba también el cargo de Secretaria de Estado.
Anderson Cooper, el moderador del programa de CNN, hizo esfuerzos por aparentar independencia profesional al preguntar a Hillary, pero demoró más de una hora en abordar el tema de los emails y permitió a Hillary que eludiera una respuesta directa, cediendo el terreno a Bernie Sanders.
Sanders, de 74 años de edad, supuestamente era el rival más fuerte de la cónyuge del ex presidente Bill Clinton, pero salió en auxilio de ella de manera bochornosa. “Si”, le dijo a Hillary, “este caso de los emails es una conspiración de la derecha republicana que hay que archivar para poder dedicarnos a temas de importancia”.
La “rival” lanzó una carcajada, le estrechó la mano (casi lo abraza) y le dijo “gracias, muchacho, bien dicho”. Bernie, que se supo pasó su luna de miel en la URSS, apoyó a los sandinistas y apoya a los Castro, selló así su vasallaje ante la “Reina”, echando por la borda su aspiración, si alguna vez la tuvo, de llegar a la Casa Blanca.
El caso Benghazi también quedó en la nada. Nadie le preguntó a Hillary por qué el embajador Christopher Stevens estaba en ese consulado y si es o no verdad que se encontraba allí para enviar secretamente armas a los rebeldes de Al Qaida en Siria. Ahora se conoce que Obama entrenaba y armaba a Al Qaida en ese país para derrocar al presidente sirio Bashar al-Assad.
Años atrás, en los comienzos de la guerra civil en Siria, los demócratas se alinearon con Assad, pese a que la política del gobierno era opuesta. Entonces gobernaba un republicano, George W. Bush, pero Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes del Congreso Federal, lo fue a visitar junto con otros colegas de su partido, pese a ruegos en contrario.
Obama, con Hillary como ejecutora de sus políticas, armó a Al Qaeda (que atacó a los Estados Unidos el 9/11) y apoyó a la Hermandad Musulmana que llegó al poder en Egipto y cuyo gobierno tuvo que ser derrocado por las fuerzas armadas, por extremistas. Obama/Hillary convinieron en dejar sin respaldo militar al Irak en el 2011.
El extremismo islámico rebrotó y se creó y comenzó a extenderse el primer Califato del siglo XXI o ISIS, con la anuencia del dueto. Solo entonces entró en escena Putin y sus fuerzas armadas comenzaron a actuar para abatir en pocos días al ISIS, lo que en muchos años no quiso hacerlo la Casa Blanca.
Hillary y sus vasallos prefieron pasar por alto estos detalles “desagradables”. Después de todo, Hillary ya había “aclarado” que lo de Benghazi fue motivado por un video puesto en el Internet por un amateur que hasta ahora guarda prisión y que discutir más sobre el asunto “a quién importa si ya los cuatro del cuento están muertos”.
Tampoco periodistas ni vasallos mencionaron al perjuro de su marido ni los negociados que él mantiene en Haití, ni la paga millonaria por discursos que daba a cambio de favores de su cónyuge Secretaria, ni hablaron de las innumerables concubinas de las que gozaba con su visto bueno. ¿Ella pretende así aparecer como campeona de los derechos de la mujer?
En lo que abundaron, Hillary y sus vasallos, es en la oferta de regalos para prolongar los “beneficios” del gobierno “transformador” de Obama. Aunque el Obamacare está condenado al fracaso, ofrecieron extenderlo no solo a 60 millones, como afirma su creador, sino a todos, inclusive a los ilegales.
No solo eso: universidades gratuitas, subsidios alimenticios para todos, aumento de los salarios mínimos a 15 dólares la hora, carreteras, puentes, aeropuertos para todos, vacaciones extendidas y gratuitas. Acaso por falta de tiempo o imaginación, les faltó ofrecer vivienda, comida y automóviles gratuitos para todos.
Cooper se dio modos para preguntarle a Bernie Sanders: ¿quién pagará estos beneficios? No vaciló: los ricos. En su opinión el capitalismo yanqui es el más injusto del mundo, pues el 1% de la población absorbe el 90% de la riqueza. Dice que no es comunista sino socialista al estilo de Dinamarca o Suecia...que son reinos.
En suma, el debate o charada de anoche en CNN puso en claro, una vez más, que el dilema que discutieron los fundadores de la República en 1776 aún no ha quedado dilucidado para quienes siguen pensando como Hillary y los cuatro vasallos que le acompañaron para “relanzarla”.
En esa fecha del siglo XVIII, los que optaron por independizar de Gran Bretaña a 13 Colonias, lo hicieron con el propósito de jamás depender de tiranías, ni al estilo de la de Jorge III ni la de ningún otro monarca o emperador. Para ello convinieron en crear un sistema que impidiera a los futuros gobiernos caer en la tentación de tiranía.
La supresión de la discusión es uno de los pasos conducentes a la tiranía. A los demócratas no les gusta discutir, sino imponer criterios. En ese juego entran los medios de comunicación. En los dos primeros debates con los republicanos, en FOXNews y en CNN, los preguntadores fueron implacables y ello, aunque cruel, a la postre fue saludable. La situación fue la opuesta anoche con la “relanzada”.
En la época de Washington, Jefferson, Madison o Lincoln los debates eran reales y la democracia florecía. Con los demócratas se debilita y no solo en los debates, sino en la práctica religiosa, en el ablandamiento de la moral y el patriotismo, en el irrespeto a la historia y la verdad.
Los demócratas mienten cuando ofrecen algo que no se puede cumplir, a menos que se siga quebrando a la nación. El diario The Wall Street Journal examinó las ofertas de Sanders y calculó que la deuda sería de 18 trillones de dólares, equivalente a la deuda actual de 18 trillones, que duplica la de 8 trillones que existía cuando Obama se apoderó de la Casa Blanca en el 2009.
Platón decía que la sociedad marcharía mejor si era gobernada por 12 de los más sabios. Algunos ven allí la raíz de las utopías. Muchos continúan creyendo que la sociedad funcionaría mejor si estuviera gobernada por una élite, con más y mejores leyes. La realidad histórica es otra, pues la condición humana es otra, como así lo comprendieron con sabiduría los fundadores de esta nación.
El utopismo condujo en el siglo pasado a dos guerras mundiales, pero en la crudelísima batalla sobrevivió como parte de la alianza victoriosa una de las utopías, la del comunismo soviético. Como tal se disolvió en 1989, pero su ideología subsiste y sigue contaminando las mentes no solo de los jóvenes sino de viejos como Sanders y Hillary.
Ellos no reflejan al modelo leninista/estalinista del obrero y trabajador, con casco y martillo. Son, como Obama, millonarios usufructuarios del capitalismo y Wall Street. Tampoco buscan la redención de los pobres sino su explotación, como en el caso de la subyugación de los sindicatos. Lo que buscan es poder, ser parte de la elite, del “comité de sabios” que gobierna sin protestas, sin debates, sin obstrucciones.
El gobierno de casi siete años de Obama ha sido elocuentemente autoritario y anticonstitucional. Los demócratas quieren continuarlo para seguir usando y abusando del poder. El Congreso cada vez más cede el poder de legislar y controlar a la burocracia y a sus entes autonómos, asi como a la Corte Suprema de Justicia, que veta la voluntad popular y crea leyes que la Constitución no autoriza.
El virus del utopismo marxista/socialista se ha esparcido por Europa pese al escarmiento de las dos guerras mundiales. Tiene bastiones en América Latina y ahora ha infestado a los Estados Unidos. En contraste, Vladimir Putin surge como una figura que reniega del comunismo soviético y exalta los valores de Occidente, ahora en peligro por los adoradores del sistema al cual sirvió como jefe de la KGB.
Al otro lado del espectro político en este país, Donald Trump continúa en el liderazgo precisamente como contrapeso mayor a esa tendencia utopista que quiere persistir en la aniquilación de los valores trascendentales de esta nación. Los comicios se celebrarán en noviembre del 2016 y aún hay muchos escollos que vencer. Mas si Hillary se impone, los cimientos de 1776 podrían resquebrajarse para siempre. (Se transcribe seguidamente un artículo de Carlos Alberto Montaner en el que se analiza otra proyección del utopismo, esta vez de parte de la Iglesia Católica)
Los cinco errores del Papa
El papa Francisco basa sus ideas económicas en la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), una mezcla de buenos propósitos y declaraciones vacías, algunas de ellas contradictorias, que el Vaticano ha ido acumulando desde 1891, cuando León XIII proclamó la Encíclica Rerum Novarum para abordar la “cuestión social”.
La DSI, como se conoce en el argot político, fue concebida para enfrentarse a los comunistas, pero sin decantarse claramente por la economía de mercado. No obstante, contiene al menos cinco errores importantes que la invalidan como un instrumento serio para propiciar el desarrollo y combatir la pobreza.
▪ Primero: La idea de que la propiedad privada sólo se justifica “en función social”. Esa declaración de la DSI les abre la puerta a todas los abusos de los mandamases. ¿Quién decide si tener una confortable mansión en Miami, otra en un resort del Caribe y un buen yate para navegar entre ellas son propiedades moralmente aceptables en función social? ¿Cuál es la función social de poseer un Botero, un Picasso un Mercedes Benz o un Rolex Presidente? ¿Dónde comienza o termina la “función social”? ¿Qué quiere decir exactamente esa frase?
▪ Segundo: La equivocada noción del “bien común”. Ese concepto esgrimido por la DSI –pero no sólo por ella– sirve para justificar la intervención del Estado con el objeto, supuestamente, de corregir los errores del mercado. Es relativamente fácil entender que la noción del bien común es un camelo, dado que las necesidades de la sociedad tienden al infinito, mientras los recursos disponibles son limitados. Los bienes y servicios que se les ofrecen a unos siempre se les niegan a otros. El aeropuerto que se construye es a costa del hospital o la escuela que no se edifican. Los recursos que se emplean en construir un magnífico templo para adorar a Dios no se utilizan para construir un orfanato. Y quienes toman las decisiones no lo hacen tras devanarse los sesos para establecer cuál es el bien común, sino para satisfacer a sus partidarios o, en el peor de los casos, para beneficiarse personalmente. Sería útil que el Santo Padre y sus asesores repasaran las fundamentadas propuestas de la “Teoría de la elección pública”. Tal vez se ahorrarían unos cuantos disparates.
▪ Tercero: La nefasta creencia en que existe un “precio justo” para las cosas, y que los funcionarios son capaces de determinarlo. Ese viejo debate, que comenzaron los griegos clásicos, la DSI lo ha trasladado a la certeza de que existe un “salario justo” o unas “condiciones materiales justas”, en las que se verifica la dignidad del hombre. En rigor, esa posición es el fruto de la ignorancia, la demagogia o el buenismo. El salario y las condiciones de vida de los trabajadores (y de los propietarios) no dependen de las necesidades subjetivas señaladas por la DSI, sino de las condiciones objetivas de la sociedad en que se trabaja y de la calidad del aparato productivo. Una sociedad que obtiene sus recursos de vender café no puede alcanzar la calidad de vida de otra que fabrica chips, aviones y productos farmacéuticos. Si uno trabaja como un holandés, puede y debe aspirar a vivir como un holandés. Si uno trabaja como un congolés, tendrá que vivir como un congolés, aunque la DSI insista inútilmente en su discurso bondadoso, a menos de que el gobierno fuerce una continua transferencia de recursos de las sociedades productivas a las improductivas, o de los sectores productivos a los improductivos, actitud que acaba por destrozar los fundamentos del sistema económico.
▪ Cuarto: La desigualdad. La postura de la DSI frente a la desigualdad es peligrosa y puede agravar la situación. Es absurda la suposición de que quienes administran el Estado deben y pueden determinar la cantidad y calidad de bienes que debe poseer una persona para combatir el flagelo de la “desigualdad”. Ya sé que lo que le preocupa al Vaticano es que el CEO de una compañía gane 200 veces más que el señor que limpia los baños, pero de alguna manera es la sociedad la que decide o admite esas diferencias, de la misma manera que convierte en supermillonarios a sus artistas o deportistas favoritos sin importarle la desigualdad que se provoca. ¿Quién establece esos límites? ¿Es inmoral que los cardenales posean aire acondicionado, secretarios, autos, mientras haya feligreses muertos de hambre, exponentes de la desigualdad, agolpados en las puertas de las iglesias pidiendo limosnas?
▪ Quinto: La austeridad y el no-consumismo. Es disparatada la defensa que hace la DSI de la austeridad y del no-consumismo, sin admitir el carácter subjetivo de esas actitudes, y sin entender la contradicción inherente que existe entre combatir la pobreza y condenar el consumo. Si el Primer Mundo le hiciera caso al Vaticano y súbitamente asumiera una vida austera, cientos de millones de personas en el planeta serían precipitadas a la miseria y al hambre. (Supongo que Francisco sabe que el 70% del PIB norteamericano se debe, precisamente, al consumo, y que cada punto que cae significa más desempleo y pobreza).
Afortunadamente para los católicos, no es necesario que suscriban la DSI para salvarse. En estos temas los papas no hablan ex cátedra. Saben que pueden equivocarse. (En este artículo tomado del diario The Wall Street Journal, que se lo transcribe pues no admite link, el autor, que es negro, analiza lo negativa que ha sido la administración de Obama para los de su raza)
Por
JASON L. RILEY
As Kanye West might say, I’m starting to wonder if the president much cares about the well-being of poor blacks.
Mr. West was remarking on the George W. Bush administration’s response to Hurricane Katrina, a natural disaster, but the current administration seems keen on facilitating man-made varieties. At the urging of labor unions, President Obama has pushed for higher minimum wages that price a disproportionate percentage of blacks out of the labor force. At the urging of teachers unions, he has fought voucher programs that give ghetto children access to better schools.
Both policies have a lengthy track record of keeping millions of blacks ill-educated and unemployed. Since the 1970s, when the federal government began tracking the racial achievement gap, black test scores in math, reading and science have on average trailed far behind those of their white classmates. And minimum-wage mandates have been so effective for so long at keeping blacks out of work that 1930, the last year in which there was no federal minimum-wage law, was also the last year that the black unemployment rate was lower than the white rate. For the past half-century, black joblessness on average has been double that of whites.
Opinion Journal Video
Manhattan Institute Senior Fellow Jason Riley on the Obama Administration’s plan to release roughly 6,000 inmates from federal prisons. Photo credit: Getty Images.
Last week the Justice Department said it would release some 6,000 inmates from federal prison starting later this month. The goal, according to the White House, is to ease overcrowding and roll back tough sentencing rules implemented in the 1980s and ’90s.
But why are the administration’s sympathies with the lawbreakers instead of their usual victims—the mostly law-abiding residents in low-income communities where many of these inmates eventually are headed? In dozens of large U.S. cities, violent crime, including murder, has climbed over the past year, and it is hard to see how these changes are in the interest of public safety.
The administration assures skeptics that only “nonviolent” drug offenders will be released, but who pays the price if we guess wrong, as officials have so often done in the past? When Los Angeles asked the Rand Corp. in the 1990s to identify inmates suitable for early release, the researchers concluded that “almost no one housed in the Los Angeles jails could be considered non-serious or simply troublesome to their local communities” and that “jail capacity should be expanded so as to allow lengthier incarceration of the more dangerous.”
A 2002 federal report tracked the recidivism rate of some 91,000 supposedly nonviolent offenders in 15 states over a three-year period. More than 21% wound up rearrested for violent crimes, including more than 700 murders and more than 600 rapes. The report also noted the difficulty of identifying low-risk inmates. Auto thieves were rearrested for committing more than a third of the homicides and a disproportionate share of other violent offenses.
Liberal policy makers have long been soft on crime, though more recently they have been joined by libertarian Republicans like Sen. Rand Paul of Kentucky, who cites the considerable expense of maintaining prisons. Mr. Paul parrots Democrats such as New Jersey Sen. Cory Booker, who has noted that the cost of housing an inmate for a year averages almost three times more than the cost of educating an elementary-school student for a year.
But like the overly simplified international comparisons so often cited in the press, the analysis is off-base. Yes, the U.S. has a higher incarceration rate than Europe, but we also have much higher violent-crime rates, which our incarceration rate reflects. The relevant comparison isn’t between the cost of education and the cost of incarceration. Rather, it is between the cost of incarceration and the cost of crime—including the loss of innocent life.
The socioeconomic progress of black Americans in the Jim Crow era before the civil-rights movement is a neglected area of media interest. Yet the pace of black advancement during this period—in poverty reduction, educational attainment, entering skilled professions and other measures—has never come close to being duplicated, not even in the decades following the landmark political victories in the 1960s and the launch of the war on poverty.
Racial barriers to black progress in the first half of the 20th century obviously were much more forbidding than they are today, but black communities then were also much safer and thus more conducive to social and economic progress.
The ghetto violence so prevalent today dates to the policy interventions of the 1960s, when coddling criminals became fashionable among judges, politicians and academics, and the government mistakenly believed that a welfare check could replace a father in the home. Before 1960, homicide rates in the U.S., including among blacks, had been falling significantly. The murder rate in 1960 was less than half of what it had been 25 years earlier.
Dangerous neighborhoods can only hamper the black underclass, and sending thugs back home sooner rather than later risks making a neighborhood more dangerous.
Mr. Riley, a Manhattan Institute senior fellow and Journal contributor, is the author of “Please Stop Helping Us: How Liberals Make It Harder for Blacks to Succeed” (Encounter Books, 2014).
Falta todavía un año y tres meses para que (!por fin!) Barack Hussein Obama deje la Casa Blanca, pero bien puede adelantarse a decir desde ya y a pleno pulmón: “mission accomplished” (misión cumplida). Luego de casi dos períodos en el gobierno, los Estados Unidos han quedado desechos y desmoralizados.
Ese era su propósito cuando se posesionó en enero del 2009: transformar al país de manera radical, no mejorarlo dentro del sistema, no corregir los errores, sino dar un vuelco a la concepción con la cual fue creada esta nación de la Declaración de la Independencia de 1776 y la Constitución de 1778.
Obama ha terminado por ceder el liderazgo mundial de los Estados Unidos a Rusia y a su líder Vladimir Putin. Putin lo ha humillado desplazándolo del Medio Oriente para pulverizar en tres días al ISIS, el estado islámico o Califato que brotó en el área merced a la capitulación del jefe de la Casa Blanca frente al Islam.
Las tropas norteamericanas se retiraron del Irak en el 2011 una vez que el terrorismo islámico había sido doblegado. Fue entonces que surgió el ISIS. Obama se negó a admitir que eran terroristas e islámicos, rehusándose a emplear la única fuerza posible para fenarlos y destruirlos, que es la militar. Con sorna, incluso calificó de aprendices a los militantes del ISIS.
Por la presión popular, Obama finalmente accedió a que la fuerza aérea bombardee algunos puntos estratégicos en manos del ISIS, pero no autorizó el envío de tropas en tierra. Los resultados fueron nulos y el ISIS extendió su dominio por Irak y Siria. El presidente de este país, Bashar al-Assad no tuvo otra alternativa que pedir ayuda a Putin.
El líder ruso hizo lo que Estados Unidos pudo y debió hacer con George W. Bush desde el inicio de la campaña en Irak y Afganistán en el 2003, es decir, emplear todo el poder militar para derrotar al enemigo, para luego negociar las condiciones de paz. No ocurrió así y la guerra aún sigue inconclusa, agravada por Obama.
El general Douglas MacArthur decía lo obvio: si entras en guerra, tu propósito debe ser ganarla. Eso ocurrió con la II Gran Guerra, pero ese espíritu declinó en Corea con el mismo presidente Truman (que autorizó el lanzamiento de las bombas en Japón), cuando despidió a MacArthur que quiso aplastar a las tropas norcoreanas semiderrotadas, que apoyaban China y la URSS.
Esa guerra terminó con un armisticio, que dejó al norte de la península convertida en una prisión comunista protegida por China. La misma actitud derrotista se repitió en Vietnam, donde las fuerzas comunistas de la URSS y de China insistieron en expandir el imperio rojo más allá de sus fronteras. Por primera vez en una guerra los soldados norteamericanos salieron de allí en fuga.
Durante el conflicto de Vietnam arreciaron las campañas anti militares en los Estados Unidos, especialmente en los campus universitarios cuyos estudiantes se negaron al servicio militar obligatorio. No por conciencia pacifista sino por no abandonar las comodidades fruto de las ventajas que recibieron sus padres como veteranos de guerra.
En esos mismos años floreció el usos de narcóticos, la libertad sexual y el rechazo a la tradición y las autoridades. En ese medio se cultivaron seres como Obama, que comenzaron a absorber prédicas marxistas que marcan a los Estados Unidos como el responsable de las miserias del universo y que en ningún caso lo ubican como un líder del mundo libre.
En cuanto asumió el poder, Obama viajó por varios continentes a implorar perdón por los pecados cometidos por esta nación, prometiendo rectificarlos mediante el desmantelamiento militar y la implantación de la diplomacia y el aproximamiento con el enemigo, como fórmula para ganar la paz.
Luego de dejar sin custodia militar al Irak, en momentos en que todavía no se había concretado la victoria (en contraste, aún hay tropas en Alemania, Japón, Corea del Sur...), Obama por propia iniciativa se inclinó ante el Ayatola del Irán y le prometió un acuerdo para que prosiga en su plan de desarrollo de armas nucleares.
Irán es el país promotor del terrorismo por antonomasia y el mayor enemigo de los Estados Unidos, por propia y reiterada confesión. La ONU le prohibió que se nuclearice y le aplicó sanciones comercales y financieras. Obama ha logrado que se levante el embargo y ahora el Irán dispondrá súbitamente de alrededor de 150.000 millones de dólares.
Es suma infinitamente mayor que la asignada al Plan Marshall para la recuperación de la Europa devastada por la guerra. Pero esa suma llegó cuando el Eje había sido derrotado. A Irán le vienen esos fondos como trofeo de triunfo sobre un enemigo que se le arrastró a sus pies.
En la última conferencia de prensa causó angustia y vergüenza escuchar la respuesta de Obama a un pregunta sobre Putin en Siria. Desbarró, se contradijo, apareció débil, incoherente. La prensa servicial no ha sido lo suficientementre crítica para analizar su comportamiento en ese episodio. En suma, Putin aparece como un líder mundial sin contrapeso en Obama.
Putin perteneció (con el alto cargo de jefe de la KGB) a una URSS que se deshizo en 1989 por la presión militar, económica y moral de Ronald Reagan, en unidad con el Papa Juan Pablo II y Margaret Thatcher. Ahora Putin resucita por valor propio, pero sobre todo por la nulidad de su rival de la Casa Blanca.
Hay contrastes positivos en Putin: no tolera a los terroristas musulmanes (a los que Obama protege) y le repugnan los gays, el matrimonio homosexual y el aborto. En lo religioso no solamente que no defiende al Islam ni repudia al cristianismo (como lo hace Obama) sino que han reverdecido sus creencias ortodoxas, herencia de su abuela.
Por cierto que el dirigente ruso es una incógnita, especialmente en lo que se refiere a su alianza con Irán. Pero lo que no queda duda es el legado de Obama en cuanto al repliegue de Estados Unidos como líder del mundo libre en el Medio Oriente, Asia, África del Norte, Europa y América Central y Meridional.
Aliado con el Papa Francisco, Obama pidió perdón a los Castro y les rogó que acepten reasumir las relaciones diplomáticas y comerciales. Ni él ni el Papa mencionaron las crímenes cometidas por los dos tiranos a lo largo de más de media centuria en contra del pueblo cubano y sus libertades, mediante fusilamientos, cárceles y además, exportación del terrorismo.
La mayoría de norteamericanos está desconcertada con la situación y no entiende cómo Obama ha podido imponerse, pese a que en los comicios intermedios del 2012 y 2014 expresó su voluntad con el voto para que se detenga la avalancha. El Congreso, ahora con mayoría del GOP, nada ha hecho y el líder de la Cámara Baja acaba de ser removido por esa circunstancia.
Pero la gran prueba tendrá que venir con las elecciones presidenciales de noviembre del 2016. Donald Trump sigue encabezando las encuestas. La gente lo busca, acaso porque ve en él al hombre masculino, resuelto, emprendedor, en suma nada afeminado, que es el esterotipo fomentado por Obama y sus seguidores marxistas/socialistas, de la post “revolución sexual” de los 60s.
Un líder a lo Ronald Reagan o a lo John Wayne es probablemente lo que se está cociendo en el imaginario subconsciente de las masas, que no se conforman con el derrotismo de Obama y los suyos. Estados Unidos se pudo convertir en la Primera Potencia Mundial gracias a una filosofía basada en la libertad y los derechos naturales, no en una corrompida igualación de sexos, un “liderazgo desde la retaguardia” o la pasividad frente al diario y legalizado genocidio del aborto. (Carlos Alberto Montaner opina sobre los acuerdos con Cuba)
Raúl Castro atacó al “bloqueo”, reclamó la base de Guantánamo y pidió el fin de las transmisiones de Radio Martí. Defendió a Nicolás Maduro y a Rafael Correa. Se colocó junto a la Siria de El Assad, a Irán, a Rusia, a la independencia de Puerto Rico. Criticó la economía de mercado y cerró con broche de plomo con una cita de su hermano Fidel, gesto obligatorio dentro de la untuosa liturgia revolucionaria cubana.
Poco después, se reunió con el presidente norteamericano. Según cuenta el Washington Post, Obama le mencionó, algo decepcionado, el ignorado asunto de los derechos humanos y la democracia. No hubo el menor atisbo de apertura política.
Obama no entiende que con los Castro no existe el quid pro quo o el “toma y daca”. Para los Castro el modelo socialista (lo repiten constantemente) es perfecto, su “democracia” es la mejor del planeta, y los disidentes y las “Damas de Blanco” que piden libertades civiles son sólo asalariados de la embajada yanqui inventados por los medios de comunicación que merecen ser apaleados.
El gobierno cubano nada tiene que rectificar. Que rectifique Estados Unidos, poder imperial que atropella a los pueblos. Que rectifique el capitalismo, que siembra de miseria al mundo con su mercado libre, su asquerosa competencia, sus hirientes desigualdades y su falta de conmiseración.
Para los Castro, y para su tropa de aguerridos marxistas-leninistas, indiferentes a la realidad, la solución de los males está en el colectivismo manejado por militares, con su familia en la cúspide dirigiendo el tinglado.
Raúl y Fidel, y los que los rodean, están orgullosos de haber creado en los años sesenta el mayor foco subversivo de la historia, cuando fundaron la Tricontinental y alimentaron a todos los grupos terroristas del planeta que llamaban a sus puertas o que forjaban sus propios servicios de inteligencia.
Veneran la figura del Che, muerto como consecuencia de aquellos sangrientos trajines, y recuerdan con emoción las cien guerrillas que adiestraron o lanzaron contra medio planeta, incluidas las democracias de Venezuela, Argentina, Colombia, Perú o Uruguay.
Se emocionan cuando rememoran sus hazañas africanas, realizadas con el objetivo de crear satélites para gloria de la URSS y la causa sagrada del comunismo, como en Angola, cuando consiguieron dominar a las otras guerrillas anticoloniales, y luego a sangre y fuego vencieron a los somalíes en el desierto de Ogadén, sus amigos de la víspera de la guerra, ahora enfrentados a Etiopía, el nuevo aliado de La Habana.
No sienten el menor resquemor por haber fusilado adversarios y simpatizantes, perseguido homosexuales o creyentes, confiscado bienes honradamente adquiridos, separado familias, precipitado al éxodo a miles de personas que acabaron en el fondo del océano. ¿Qué importan estos pequeños dolores individuales, ante la gesta gloriosa de “tomar el cielo por asalto” y cambiar la historia de la humanidad?
¡Qué tiempos aquellos de la guerra no-tan-fría, cuando Cuba era la punta de lanza de la revolución planetaria contra Estados Unidos y sus títeres de Occidente! Época gloriosa traicionada por Gorbachov en la que parecía que pronto el ejército rojo acamparía triunfante en las plazas de Washington.
El error de Obama es haber pensado que los diez presidentes que lo antecedieron en la Casa Blanca se equivocaron cuando decidieron enfrentar a los Castro y a su revolución, señalándolos como enemigos de Estados Unidos y de las ideas que sostienen las instituciones de la democracia y la libertad.
Obama no entiende a los Castro, ni es capaz de calibrar lo que significan, porque él no era, como fueron Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan y Bush (padre), personas fogueadas en la defensa del país frente a la muy real amenaza soviética.
Incluso Clinton, ya en la era post-soviética, quien prefirió escapar antes que pelear en Vietnam, comprendió la naturaleza del gobierno cubano y aprobó la Ley Helms-Burton para combatirlo. Bush (hijo) heredó de su padre la convicción de que a 90 millas anidaba un enemigo y así lo trató durante sus dos mandatos.
Obama era distinto. Cuando llegó a la presidencia, hacía 18 años que el Muro de Berlín había sido derribado, y para él la Guerra Fría era un fenómeno remoto y ajeno. No percibía que había sitios, como Cuba o Corea del Norte, en los que sobrevivían los viejos paradigmas.
Él era un community organizer en los barrios afroamericanos de Chicago, preocupado por las dificultades y la falta de oportunidades de su gente. Su batalla era de carácter doméstico y se inspiraba en el relato de la lucha por los derechos civiles. Su leitmotiv era cambiar a América, no defenderla de enemigos externos.
Como muchos liberals y radicales norteamericanos, especialmente de su generación, pensaba que la pequeña Cuba había sido víctima de la arrogancia imperial de Estados Unidos, y podía reformarse y normalizarse tan pronto su país le tendiera la mano.
Hoy es incapaz de entender por qué Raúl se la muerde en lugar de estrecharla. No sabe que los viejos estalinistas matan y mueren con los colmillos siempre afilados y dispuestos. Es parte de la naturaleza revolucionaria.
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