Pero Romney, un mormón ex gobernador de Massachusetts, no es el candidato que las “bases” republicanas, las del Tea Party, quisieran para frenar la demolición del sistema democrático y capitalista de los Estados Unidos que el actual presidente Barack Hussein Obama ha puesto en marcha desde que se posesionó en enero del 2008.
El Tea Party surgió espontáneamente en el pueblo, atónito e indignado por el curso que el país estaba tomando con Obama. No tenía ni tiene ninguna consistencia de “partido” y tampoco lo conforman solo republicanos: los hay también independientes y demócratas arrepentidos.
Sin organización partidista, sin registro por tanto de adeptos ni de otras formalidades similares, logró aglutinar ese sentimiento en defensa del sistema tradicional de este país para infligir una derrota aplastante a Obama y sus partridarios en las elecciones parciales de noviembre pasado, la más significativa en décadas.
La Cámara de Representates pasó a dominio del GOP y en el Senado la mayoría demócrata, aunque prevaleció, quedó debilitada. Pero el gobernante hizo caso omiso al mensaje popular y continuó en su empeño por socializar a la nación, incrementando a 16 trillones de dólares la deuda pública (algo más del 100% del PNB), con más influjo y control del Ejecutivo en todas las áreas de la actividad humana.
Obama, durante la campaña electoral, si bien dijo que su propósito sería la transformación de los Estados Unidos se cuidó de entrar en detalles pues de otro modo ni siquiera su condición de negro (mulato más bien) le habría servido para alcanzar el poder con el voto de los que lo hicieron como en una señal tardía de arrepentimiento por la esclavitud.
Pero además de su silencio sobre sus reales intenciones, Obama no habló de su pasado, ni esclareció dudas. No existían ni existen pruebas del lugar y fecha de su nacimiento, ni de sus estudios, amistades, amores, viajes o de sus escritos en colegios y universidades. Y se levantó una valla para bloquear todo intento para dilucidar quién era y es el verdadero Obama.
John McCain, el candidato prepublicano que se enfrentó a Obama en el 2008, fue la peor opción para desafiar al incógnito. Aunque fue un héroe con años en las prisiones de Vietnam, su espíritu combativo parece que se esfumó por el síndrome de Estocolmo. Prohibió en la campaña que se planteen dudas sobre el certificado de nacimiento inexistente de su rival e incluso que se llame Hussein a Obama, para no evidenciar su ancestro musulmán.
Si bien Sarah Palin salió del anonimato gracias a McCain, éste se encargó de anularla en la campaña al impedirle que emplee toda su fuerza y atractivo para demoler al rival, destacando precisamene todas sus falencias y vinculaciones con tutores de izquierda extrema como Saul Alinsky o el pastor Jeremiah Wright, a cuya iglesia (en la que se denostaba a los Estados Unidos permanentemente), asistió veinte años y en la que casó con Michelle y bautizó a sus hijos.
Cuando Palin inició su campaña como binomio para la vicepresidencia, la opaca y tímida actuación de McCain cobró notable impulso. Pero pronto se esfumó cuando Sarah estuvo impedida de utilizar su brillante oratoria para esgrimir las mejores armas contra el oponente, cobijado por añadidura con la cobertura sesgada de los mayores medios de comunicación audiovisual y escrita del país.
Los resultados, que se presentían, fueron confirmados en los comicios de noviembre del 2008. Obama, mitificado por la extrema izquierda y por los medios, derrotó sin problema al ex héroe de Vietnam, que prefirió ceder así a la maquinaria eleccionaria y callar. La mayoría republicana y de otras tendencias que votó por él con desgano, como presintiendo lo que sobrevendría.
Esa mayoría sigue siendo la base del Tea Party. No quiere otro McCain para este año. Al principio el candidato ideal parecía ser Herman Cain, el cual entre otros méritos tenía el de su etnia negra, con lo cual habría despojado a Obama de su arma racista. Pero la maquinaria de Chicago lo destruyó y quedó fuera de campaña.
Surgió la esperanza entonces en Rick Perry, con una trayectoria brillante como gobernador de Texas. Pero resultó nulo en los debates y se autoeliminó. Ahora las miradas del Tea Party se han detnido en Rick Santorum y Newt Gingrich, como alternativas de Mitt Romney al que apoya el “establishment” republicano y, casi sin disimulo, el propio Obama.
(El fenómeno Ron Paul es diferente. Él no es republicano, es libertario. Éstos no quieren un gobierno reducido, sino ninguno. Paul cree que el 9/11 se produjo por el maltrato yanqui a los islámicos. Sugiere la reducción de las fuerzas armadas tanto o más que Obama. Como él, cree que al enemigo hay que hablarle, no derrotarle. Como médico ginecoobstetra y ex militar, no entiende que las fuerzas armadas son el equipo inmunológico para prevenir o extinguir enfermedades. Éstas nunca desaparecerán, como nunca desaparecerán las guerras y el enemigo. Su alta votación en Iowa es un voto protesta, como la de los Wall Street occupiers... Pronto se disipará)
Romney no resiste un análisis sobre su verdadera identidad política. En la actual campaña pretende aparecer como republicano puro. Pero cuando optó por la nominación republicana en el 2008, su rival McCain lo liquidó con avisos que demostraban lo opuesto, cómo él era (y es) más liberal que conservador y, en todo caso, fluctuante según las conveniencias políticas circunstanciales.
¿Por qué el “establishment” republicano y Obama prefieren a Romney? El influyente comentarista de radio Rush Limbaugh tiene la teoría de que los que controlan el GOP creen que Obama es imbatible, por lo que hay que limitarse a buscar el control republicano del Congreso para contrarrestarlo. Y Obama quiere a Romney porque juzga que es inclusive más fácil de derrotar que McCain.
Después de todo, Romney es el inspirador del Obamacare y su programa económico, confuso y difuso en un documento de 57 puntos, es deleznable y carece tanto de novedad, que podría aplicarse sin hacer mella en el proceso de destrucción de la economía del actual régimen. En lo social, en cuanto a aborto y matrimonio gay, Romney ha sido tan liberal como el propio Obama.
Santorum, del Opus Dei, aunque el Tea Party lo haya impulsado en Iowa y quizás siga haciéndo en New Hempshire y talvez en South Carolina, al parecer irá declinando a medida que continúe el lento proceso de selección y se fortalezca la candidatura de Gingrich, cuya figura de solidez de principios y destreza de liderazgo es incontrastable.
Descartado McCain (y Perry), Gingrch fue elevado por el Tea Party al primer puesto con más de 18 puntos sobre Romney con antelación a Iowa. Ganó puntos exclusivamente mediante la exposición de propuestas y soluciones, nunca con ataques y menos personales a sus compañeros de estrado. Pero fue en esa instancia que Romney desató una feroz campaña negativa contra Newt, a un costo de 9 millones de dólares.
Su imagen sucumbió, porque se resistió a contraatacar por falta de recursos y por principios. La situación y las estrategias van a cambiar en el futuro, pero no recurriendo a las tácticas negativas y falsas, sino al énfasis en las propuestas y en los contrastes de posiciones ideológicas y de principios con el resto de contendores, sobre todo con Romney.
Obviamente que a esta hora no caben las predicciones. Pero si destacar que el espíritu del Tea Party no ha decaído en lo que va del proceso, sino que está vívido y presente en todo instante. Quienes comulgan con el Tea Party no quieren frustrarse con otro McCain. Las consecuencias de otros cuarto años más de Obama serían fatales para este país y, por ende, para la humanidad.
¿Hay algún signo premonitorio que favorezca a Gingrich? Quizás uno: McCain, el perdedor, el timorato, el del síndrome de Estocolmo, acaba de anunciar su respaldo a Romney. ¿Quién busca a un perdedor para que lo apoye y aconseje ganar? ¿No es eso acaso una invitación al mal agüero?
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