Parecería atrevido decirlo, pero la historia de la humanidad, desde el punto de vista político y de organización social, se reduce a reseñar la contienda nunca finita entre la búsqueda del bienestar en libertad o regulada por la más variada gama de autocracias. El conflicto deriva de la idiosincracia humana. En cada grupo, desde remotos tiempos, surgen líderes como consecuencia de las inevitables diferencias de aptitud y talento de los asociados. Al igual que en otras especies, los más aptos pasan a comandar al conjunto, a guiarlo, a protegerlo. Ese liderazgo es aceptado muchas veces espontáneamente, otras por la fuerza superior del más apto. Con el correr de la historia, ese liderazgo primigenio de las primeras tribus se transforma paulatinamente en formas de gobierno de los mas intrincados matices. Pero quienes comandan tienen la tendencia a perpetuarse en el poder y para ello alegan, como en el pasado, la delegación divina de su mandato. Ello se ha registrado en todas las culturas, desde la milenaria China y otras del Lejano Oriente, hasta las europeas, africanas, indomaericanas, de Oceanía. Monarquías y autorquías han provocado rebeliones por abusos del poder. La suerte ha sido esquiva para la libertad pues en la generalidad de los casos una autarquía ha sido sustituida por otra igual o peor, en sucesión de inestabilidad que siempre ha afectado a los más débiles. Las más notables victorias en pro de la formación de democracias se dieron en tiempos de las Grecia y Roma clásicas. Pero los más aptos de entonces y los mejor preparados no pudieron resistir a la seducción de perpetuarse en el poder y se volvieron tiranos, destrozando la efímera experiencia democrática. En casos de la historia monarquías más sabias se acomodaron a los cambios y a las demandas populares y delegaron parte del poder. Es ejemplar lo ocurrido en la Inglaterra de la Tabla Redonda. La monarquía perdura y convive con un sistrema democrático alternativo, al igual que ha ocurrido con otros reinados de la misma Europa. Francia es caso aparte. Luis XVI fue el rey incapaz de resistir a una Revolución que sacudió los cimientos políticos de la época. El guillotinazo de la monarquía sin embargo no dio curso a la libertad sino al Terror y luego a Napoleón, quien se auto proclamó Emperador y conquistador de Europa. Hasta la Revolución del 14 de Julio la humanidad no encontraba una fórmula valedera que equilibre la necesidad de contar con un gobierno que controle de manera limitada y proteja al conjunto, sin vulnerar ni interferir la libertad y los derechos de los individuos. Los objetivos de la Revolución Francesa de libertad, fraternidad e igualdad encerraban una contradicción y no eran simultáneamente aplicables. Pues si la meta es la igualdad, ésta hay que imponerla por la fuerza con sacrificio de la libertad. Y sin las dos, no cabe fraternidad. ¿Cuál la fórmula humanamente aplicable para evitar los excesos de poder de los gobernantes? Para encontrarla, se precisa ser pragmático y comprender que los líderes, griegos o no, una vez encaramados en el poder tienen la tendencia a no dejarlo. La oportunidad de mandar y ser obedecido es demasiado atractiva como para abandonarla por propia decisión. Filósofos franceses como Montesquieu pensaron que para romper ese maleficio que turba a quienes se embrujan con el poder era descentralizarlo, quebrarlo y dividirlo. La idea era crear tres ramas de división del poder: ejecutiva, legislativa y judicial, que cada se auto controlen y limiten mutuamente. En Francia el esquema no se aplicó sino tardíamente, luego de la sucesión de emperadores, monarcas y revueltas tras la caída de Napoleón Bonaparte. Pero fructificó, en cambio, en la América poblada por los peregrinos que huyeron de las tiranías europeas en pos de libertad. Libertad para practicar una religión sin persecuciones, para disentir, transitar, trabajar y comerciar sin subyugaciones. Los inmigrantes formaron 13 colonias con características propias en el lado Este de Norteamérica, con el denominador común de vivir en libertad. La alianza se fortificó al unirse contra el enemigo común, la Inglaterra que pretendió perpetuar en el continente las arbitrariedades de la Corona. Fue derrotada y ello dio paso a la conformación de un Estado federal independiente, sin paralelo en la historia. Lo trascendente de la experiencia, sustentada en los concisos preeceptos de la Declaración de la Independencia y la Constitución, los dos del siglo XVIII, radica en la impecable disposición de mutuo control del poder político inspirada en la división de las funciones ejecutiva, legislativa y judicial. La ejecutiva sería ejercida no por alguien con atributos divinos, sino por un líder escogido por votación popular, con la misión de ejecutar las leyes dictadas por el Congreso y velar por la seguridad interna y externa de la nación. De sus actos tenía que responder ante el Congreso, como ente receptor de la soberanía. A la tercera función se le encargaba la resolución de los litigios. Como garantía para la independencia, los jueces supremos serían vitalicios. El esquema ha funcionado bien desde que se instauró hace casi dos centurias y media. Ha tenido tropiezos y los seguirá teniendo, pero siempre se han resuelto sin resquebrajarlo. La Constitución es la misma original, con apenas 7 Artículos y 27 Enmiendas y ha permitido a la nación de 13 Colonias iniciales, expandida a 50 Estados, convertirse en la potencia económica, cultural y militar más poderosa de todos los tiempos. ¿Cómo explicarse que este ejemplo no haya sido irradiado con cualesquiera variantes que se quiera por todos los confines del planeta? La sabiduría de los fundadores o próceres de esta nación, lo que les iluminó y guió fue una dosis milagrosa de sentido común, al juzgar al hombre tal como es, un ser imperfecto que oscila vacilante y a perpetuidad entre el bien y el mal. Por lo mismo, entendieron que la conducción de la nación nueva no podía estar en manos de un inexistente ser perfecto, sino un ser humano con defectos. En consecuencia y con el propósito de procurar el bienestar para la mayoría de la comunidad, lo lógico era enmarcar las acciones de los gobernantes dentro de una suma de ideales y principios sustantivos y pragmáticos, junto a leyes que garantizaran su libre aplicación. El primer presidente escogido fue George Washington, comandante de las batallas victoriosas por la independencia. Su gestión fue tan sensata que hubo quienes, con el precedente europeo, quisieron convertirlo en rey. Pero luego de su segundo mandato prefirió retirarse en medio de la idolatría general. (EjemploQUE no fue imitado por F.D. Roosevelt, lo que motivó una enmienda consitucional para reducir a dos el periodo presidencial). El proceso de formación de la república no fue perfecto y sigue no siéndolo como no lo es ninguna obra humana. Aplazó, por ejemplo, terminar con la esclavitud, lo cual llegó tras una crudelísima guerra civil casi un siglo después. Pero, en todo caso, es y sigue siendo la mejor manera de convivencia humana, con errores y vacíos que pueden superarse sin ruptura constitucional. El contenido de la Declaración de la Independencia y su Constitución ha pasado a la categoría de inmutable, trascendente, como los Diez Mandamientos y otros principios éticos y morales. Pero nunca han faltado quienes creen que las fallas del sistema se han de corregir demoliendo al sistema, para crear otro nuevo en el cual los errores humanos terminen. Son los utopistas. Los ha habido en todas las épocas. En el siglo pasado fueron las fascistas, en sus modalidades nazi y comunista. La promesa de “igualdad” de la Revolución Francesa la trataron de imponer a sangre y fuego, con sacrificio de las libertades individuales y la vida de millones de seres humanos. La utopía del mundo feliz, con una “justicia social” con igualdad de resultados para todos, sigue vigente pese a las hecatombes y mortandad del siglo pasado. Se las ve merodear por doquier, así en el mundo del Islam como en Occidente, en Asia, en África. En América Latina la pesadilla utopista dura ya 50 años en Cuba y se ha contagiado a Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Argentina. Lo peligroso es que el contagio parece extenderse a los Estados Unidos, país que se creía inmune a ese mal. Este país, con la menos imperfecta y la más estable de las democracias, no se ha escapado del virus del utopismo que finca sus esperanzas en un mundo feliz impuesto por la obediencia sin derecho a replicar. En el siglo XIX, aquí como en Europa hubo anarquistas que asesinaron a presidentes. Y en el siglo XX no eran pocos los seguidores de Marx, Lenín, Stalin o Hitler y Mussolini. Hay documentos fílmicos, folletos, libros de sus seguidores. Se concentraban en el Madison Square Garden en plena II Guerra Mundial con sus brazos en alto en el acto de sumisión al Führer, quien al otro lado del Atlántico iniciaba el sueño de la dominación de mil años, bajo el tronar de tanques y botas militares. Igual fe se difuminaba por Lenín y Stalin, con la infiltración en las universidades y medios de comunicación. El corresponsal del The New York Times en Moscú ocultaba los genocidios del Soviet y recibía el premio Pulitzer de excelencia periodística, solo para luego comprobarse que estaba a sueldo del Soviet, como tantos otros intelectuales, periodistas y artistas de Hollywood. La derrota del Eje la decidió Estados Unidos. Pero lejos de aplicar un humillante Tratado Versalles planteó el Plan Marshall para reconstruir la Europa destrozada por la guerra y un fructífero plan de democratización para el Japón. No ocupó territorio alguno como conquistador. Solo dejó lápidas de tumbas de los soldados caídos por doquier en la lucha por la liberación europea. Los Estados Unidos plantearon el uso pacífico de la energía nuclear, que sirvió para fabricar la bomba atómica que puso fin a la guerra. La URSS, que se había negado a cooperar con el Plan Marshall, se excluyó también del plan nuclear para la paz, pero más tarde construyó su propia bomba, gracias a la traición de espías norteamericanos. En los Estados Unidos de posguerra el conflicto ideológico entre los que creen en la inmutabilidad de la Constitución y los utopistas, que la prefieren maleable y sustituible, no ha terminado. Lo problemático es que ahora esos utopistas, que no pasaban de circular por puestos públicos, en universidades, en determinados medios de comunicación o como soñadores de Hollywood, ahora están en la Casa Blanca. El actual presidente Barack Hussein Obama es el menos experimentado y el menos apto de todos los anteriores presidentes para ejercer ese cargo, el de mayor influjo mundial. Nadie conoce con certeza quién es, cuál es su pasado en escuelas y colegios, dónde realmente nació, su religión. Lo que si se sabe es que su consejero espiritual durante 20 años fue un pastor que abomina de los Estados Unidos y de su sistema y que sus otros consejeros han sido terroristas y denostadores por igual de la democracia liberal. Algunos de ellos lo acompañan como ministros regulares o como “zares”, esto es, ministros sin aprobación del Senado. A poco de posesionarse, Obama inició una peregrinación por el exterior para pedir perdón por los supuestos pecados cometidos de manera imperial por sus antecesores, que es la historia tergiversada que él y tantos otros como él han aprendido de la ideología liberal. Obama, según sus acciones, está resuelto a destruir al capitalismo. Ha echado mano de industrias automotoras, de bancos, de aseguradoras y en lugar de luchar contras la recesión y la pérdida de empleos para revitalizar al sistema, lo está agravando. Frente al déficit descomunal nada hace para reducirlo, lo atiza con más gasto (como si a un alcohólico se lo curase con más ron). La norma del sentido común que aconseja no gastar más de lo que se tiene y que rige por igual para la economía familiar que para la empresarial o pública, no cuenta para él. Su objetivo es quebrar el ahorro y la inversión privadas para así acentuar la dependencia del ciudadano desempleado y de menores recursos, de la asistencia estatal. Pero con el gasto público se tropieza con el escollo del origen de sus recursos. Si se hace abstracción de los países petroleros, sobre todo árabes, los recursos del fisco provienen de las contribuciones ciudadanas, vía impuestos. Sin ellos, la maquinaria estatal no funcionaría. Pero el pago de impuestos implica una merma en los ingresos que con su producción genera el sector privado. El gasto público, por tanto, no puede ser infinito. Aquí la deuda sobrepasa los l2 trillones de dólares, cifra insondable. Y el gasto sigue en aumento, al par que la merma en los empleos. Los desempleados sobreviven con un subsidio estatal temporal, que acaba de ser extendido, lo que aumenta el gasto y el déficit. El Estado no genera ingresos, pero si empleos. Y muy bien remunerados y con las garantías impuestas por sindicatos que han quedado fuera de todo control con este régimen. Por primera vez el número de empleados públicos supera al del sector privado y, desde luego, son los que no han sentido el impacto de la recesión. Mas la farsa no puede continuar. La astronómica deuda, fruto del desbalance entre el gasto y el ingreso, se cubre por absorciones sobre todo de China, pero en condiciones onerosas. Algún momento próximo ese delirio cesará y mientras más demore, más se reflejará en el deterioro de las condiciones de vida del país más floreciente. La destrucción del “imperio” (adjetivo de la jerga socialista) podría darse por agentes internos y no externos como ha ocurrido con los imperios de otrora. Y no sería resultante de una corrupción moral y debilitamiento comparables con la Roma antigua, sino por el influjo de una ideología socialista/fascista ahora en el poder y que ha llegado a él tras una persistente campaña que tomó fuerza a raíz de la II Guerra Mundial. Los Estados Unidos, tras la victoria sobre el Eje, entraron en un periodo de expansión sin precedentes en todos los órdenes: económico, cultural, militar y tecnológico. No devino por la apropiación de la riqueza de los vencidos, sino por algunas circunstancias inéditas, como la facilitación de carreras universitarias a los veteranos que regresaban del combate. Los profesionales se multiplicaron y ello dinamizó la inventiva empresarial y el mercado de intercambio de bienes, ideas y servicios. Caminos, carreteras, puertos fluviales y aéreos se construyeron para dar abasto al creciente tránsito de automóviles, camiones, aviones, naves necesarios para la movilización siempre en aumento de productos para dentro y fuera del país. La prosperidad tuvo su aspecto negativo. Las generaciones que sucedieron a la de los veteranos de guerra fueron sobreprotegidos. Sus padres, después de todo, habíam sobrevivido no solo a la guerra sino al más largo periodo de una recesión que se prolongó y agudizó con FDR y que solo se frenó con el estallido de la Guerra. Los ex combatientes, pues, buscaron evitar a sus hijos, los “babyboomers” como se los llama y que ahora están por jubilarse, que sufrieran sus privaciones y los rodearon de una excesiva protección y mimo. Ello vino en merma del respeto a las normas generalmente aceptadas y de la autodisciplina. La juventud del decenio de 1960 se rebeló contra de la autoridad paterna y del “establishment”, rastrando su propia identidad. Fue la época de los melenudos hippies con su música y literatura de protesta y el uso de estupefacientes, liberación y excesos sexuales, cuestionamiento a los valores tradicionales de la nación, tendencias al anarquismo. Si para ellos el sistema vigente era detestable, la alternativa fascista/socialista/ se volvió ideal. Los hippies se volvieron más tarde profesores, periodistas, políticos y desde sus respectivas trincheras comenzaron a propagar su ideología, distorsionando la historia. Ese grupo izquierdista radical, o liberal como se lo conoce aquí, ha llegado a tener un influjo y fuerza superior al que se esperaría de un sector minoritario. Y ahora están en control de los principales medios de comunicación audiovisual y escritos, escuelas y colegios públicos, universidades y, sobra decirlo, del partido demócrata. Barack Hussein Obama es el típico fruto de esa simiente ideológica y ahora que está en la Casa Blanca busca descoyuntar al capitalismo de libre mercado para transformarlo por alguna forma utopista de gobierno en el cual éste y su clan sean los que determinen, según su solo criterio, la forma en que han de vivir casi 350 millones de norteamericanos. La coyuntura de su ascenso es excepcional. La cualidad que primeramente lo distingue es la de ser negro (en realidad mulato pues su madre fue blanca y su padre negro). En este país el sentido de culpa por la esclavitud es muy acendrado. Durante la campaña presidencial y en la previa para seleccionar candidatos, todos evitaron criticar la demagogia evidente de Obama por temor a ser tachados de racistas. Por esas mismas razones McCain prohibió todo cuestionamiento a la personalidad y orígenes del candidato opositor. Obama se impuso con facilidad a Hillary Clinton y luego al indeciso John McCain de los republicanos. La gente deliraba por Barack y llegó a mitificarlo. No solo la gente negra sino muchos blancos liberales vieron en él la coyuntura perfecta para castigar a un sistema capitalista “explotador y esclavista”. Una vez en ejercicio, Obama reveló sus intenciones con creciente claridad pero con ineptitud y arrogancia. Su propósito no fue ni es enmendar los errores del sistema causado por una crisis financiera nacida del mal manejo de hipotecas por negativas interferencias del Estado, sino arremeter contra el sistema. La recesión se ha acentuado, aumenta la deuda y el déficit, se expande el gasto y el desempleo no cesa. Su jugada maestra en estos días es nacionalizar o estatizar el sistema de salud en el país, con un proyecto de ley de más de 2.000 páginas que nadie, ni él, entiende y que, de aprobarse, acabaría con la atención de salud más eficiente del mundo. Sería sustituido por un sistema estatal que encarecería los costos e impondría racionamientos de atención y discriminación por edades o riesgos de curación. El pretexto que Obama y los suyos esgrimen es proteger a 30 millones de seres sin seguro de salud y que los costos suben. Las estadísticas señalan que el 85% de la población está asegurada y que el resto, que no llega a 30 millones, acaso ni a 7 u 8 millones, necesariamente no lo tiene por pobreza. Pero algunos o son muy jóvenes, o son indocumentados, o simplemente no lo quieren. En todo caso, si hay gente que quiere y no puede adquirir un seguro, hay que hallar la fórmula para facilitarlo, como la planteada por McCain de deducir el costo del pago del impuesto a la renta hasta por 5.000 dólares por persona. O reducir costos con la abolición de leyes exageradas de responsabilidad por mala práctica médica (que encarece las primas y multiplica innecesarios exámenes médicos) y la apertura de fronteras estatales para la libres competencia de las casi 1.500 aseguradoras médicas que hay en el país. Estatizar la atención de la salud anularía la competencia entre empresas farmacéuticas que realizan grandes inversiones en investigación para descubrir nuevos medicamentos y equipos médicos, lo cual ha colocado a los Estados Unidos como la nación pionera en ese campo. Pero la gran víctima, como en todo intento fallido de los utopismos, será el ciudadano común al que supuestamente se quiere defender y proteger. El programa de desmantelamiento del sistema abarca otros rubros. Obama, en el frente externo, prefiere no hablar de que haya una lucha contra el terrorismo y a los enemigos capturados en combate los quiere juzgar no en cortes militares, como en el pasado, sino en cortes civiles. La decisión sobre el cierre de Guantánamo no avanza y está detenido también lo relativo a los juicios civiles de los terroristas. ¿Prevalecerán los propósitos de Obama y su gang? Estados Unidos no es ni ha sido una nación de caudillos, llegados al poder por la fuerza de las armas o de las maniobras dentro del sistema, como en Ecuador y Venezuela. Han brotado las protestas contra el giro socialista de Obama, con la espontaneidad y fuerza de los Tea Parties. Y al monopolio de antaño de los medios de comunicación se oponen nuevos canales y el Internet. El Obamacare está frenado, no por la oposición que es unánime de los republicanos sino por disidencias dentro del propio partido demócrata. Pero Obama y su clan están dispuestos a todo para triunfar y para ello siguen las tácticas de la mafia de Chicago, donde fue cultivado. Nadie puede predecir cuál será el final de la contienda entre demócratas. Pero si triunfa, sería el primer caso de aprobación de una ley social de fundamentales cambios que se logra sin respaldo bipartidario. Ello puede tener repercusiones pírricas para el presidente y su partido, ya que todas las encuestas señalan una clara mayoría de oposición popular al proyecto y tal evidencia bien podría reflejarse en las elecciones de medio tiempo para renovar legisladores, en noviembre venidero. Y en el 2012, cuando Obama podría no ser reelegido. Son meras especulaciones. Pero si la ideología Obama se abre camino en la primera potencia democrática ¿qué puede esperarse en el resto del planeta? Los amigos de Obama, desde Chávez hasta Ahmadinejad, sonreirán y seguirán campantes en sus dictaduras y afanes expansionistas. ¿Se convertirá Israel entonces en la sola nación firmemente democrática del mundo? ¿Podría defenderse de sus enemigos árabes sin el respaldo norteamericano? Hasta hace pocos meses, la preocupación primordial de la humanidad era la fiebre porcina. Se temía que su virus mataría a millones. Resultó una farsa. El calentamiento global también atermorizó a muchos, hasta descubrirse que se sustentaba en falsedades. El único virus mortal que no se extingue y que es capaz de causar cataclismos es el del utopismo fascista. Ha enfermado a muchos pueblos antes y después de ahora. Nunca ha afectado a los Estados Unidos. Pero hay manchas de diagnóstico reservado. |