Sunday, June 10, 2007

LAS VICISITUDES DE LA COMPLACENCIA

Algunos de los panegiristas del presidente ecuatoriano Rafael Correa, molestos por su actitud autoritaria contra todo y contra todos los que no se allanan a su modo de pensar y gobernar, aún lo defienden diciendo que está lleno de buenas intenciones. ¿Cuáles son esas buenas intenciones? Ciertos columnistas las señalan, otros las insinúan. Correa aparentemente quiere terminar con la corrupción, quiere que el país tenga menos pobres, busca extender los beneficios de la salud y el bienestar al mayor número de ciudadanos, anhela la independencia económica del país.
Pero quizás el punto central de su agenda es reducir el número de pobres. Mas los métodos que pretende aplicar para alcanzarlo no son los idóneos. Pues parte del principio equivocado de que los dueños del capital, en otras palabras los ricos, lo son porque han explotado a los pobres.
De ahí su indignación contra los empresarios, contra la banca privada, contra los medios de comunicación que a juicio suyo solo defienden los intereses del segmento más acaudalado de la sociedad. Quiere, en consecuencia, una redistribución de la riqueza entre otras cosas mediante una reforma tributaria que castigue a los que más tienen para transferir esa riqueza a los pobres.
Ese es el sentido, en el fondo, que tienen el bono para la pobreza, el bono para la vivienda, los subsidios al gas para los pobres, las tarifas más altas para los que más consumen energía eléctrica, el impuesto a los envíos de capital al exterior, el llamado a que las empresas periodísticas no exploten a sus trabajadores periodistas.
Esa actitud y esa filosofía no son nuevas. Revelan un infantilismo intelectual y emocional que se lo ha llegado a califica como utopismo. Los utopistas, desde tiempos inmemoriales, han propuesto fórmulas para que desaparezcan las injusticias en y se las sustituya mágicamente por la igualdad.
El vocablo igualdad es el medular de los utopistas, tanto de derecha como de izquierda y se lo incluyó en la trilogía de la Revolución Francesa (Liberté, Egalité et Fraternité). Por desgracia, entre libertad e igualdad hay una contraposición que jamás permitirá la aspiración de la fraternidad eterna entre los humanos.
O se anhela la libertad o la igualdad. No pueden ir juntas. Si se escoge ésta última, habrá que limitar o eliminar la libertad para imponer lo que alguien desde las alturas del poder, por lo general omnímodo, considere justo y bueno para todos. Ninguna experiencia utopista del siglo XIX, XX ni las que han subsistido en este siglo han superado ese escollo.
Porque la sociedad humana está integrada por seres diferentes, con diferentes talentos, emociones y objetivos. Lo único factible de anhelar a favor de una sociedad más justa, es igualar las oportunidades para que todos puedan aspirar a la felicidad según sus propios talentos e inclinaciones. Unos prosperarán, otros alcanzarán la felicidad por distintos medios, otros no superarán determinados niveles. Es lo humano. Lo deplorable es pretender imponer la igualdad de los resultados, basada en la envidia. Los experimentos, en el peor de los casos, terminan por una nivelación por lo bajo, salvo la nómina en el poder.
Lo que Correa y los que piensan como él desean es esa igualdad de resultados, no una igualdad de oportunidades. Aquí en los Estados Unidos esa tendencia se ha reflejado en múltiples formas: todos somos iguales, hombres y mujeres. Brotó el feminismo y se infiltró en todos los estamentos, inclusive en el militar. Por cierto, biológicamente las mujeres no son iguales que los hombres pero para salir adelante con el principio, se redujeron los niveles de exigencia para no afectar a lo mujer y el resultado fue la feminización de la institución militar.
Los heterosexuales son iguales a los homosexuales. Aunque la mayoría de la población piense lo contrario, el homosexualismo se impuso y ahora no solo que la opción homosexual se considera igual, sino preferible y se la exalta en escuelas, colegios, cine y a diario en todos los medios de comunicación. El hombre se ha feminizado y viceversa.
Si todos somos iguales, las diferencias de resultados tienen que corregirse. Es el postulado de los demócratas. A los ricos, tal como lo piensa Correa, hay que exprimirles su riqueza para transferirla a los pobres. No importa si esa riqueza extraída va al fisco y se dilapida o sirve para inflar la burocracia y sus sueldos.
Todas las culturas y todas las religiones son iguales. Consecuentemente, no cabe sostener que la cultura judeocristiana sea superior a otras, como la de los musulmanes que exaltan el degüello a los infieles, la subyugación de la mujer, la obliteración de sus genitales, la inmolación de seres inocentes a manos de los suicidas.
La sustitución de la meta de la libertad de oportunidades por la de la igualdad de los resultados conduce al esclavismo, la depauperación, la cárcel o exterminio de los opositores y por la regimentación en detalle de todo lo concerniente a la diaria conducta de los ciudadanos. Es lo que se observa en Cuba, en Corea del Norte, lo que ocurrió con los regímenes fascistas nazis, de la Unión Soviética y similares.
El presidente Correa sigue por ese sendero nada luminoso de acumular todos los poderes para implantar en el Ecuador por la fuerza la igualdad de resultados según su esquema mental y emocional. Como en imitación de Luís XIV, Correa parece decir “El Mercado soy Yo”, porque el mercado como existe y funciona solo favorece a los ricos que odia y hay que eliminarlo.
De ahí que vaya a intervenir en los bancos para definir él cuáles son las tasas de interés de las transacciones, cuáles las comisiones “justas” que deben cobrar. Es igual el criterio que trata de imponer para el ejercicio del periodismo. Él, solo él, sabe cómo los medios deben transmitir informaciones y opiniones.
Luego que el Presidente del Diario Hoy, Jaime Mantilla, se expresara de manera tan generosa sobre el jefe de Estado (“es un muchacho musculoso al que hay que saber entender”, dijo), Correa le invitó a él a y a dos de sus cercanos colaboradores a un diálogo en el despacho presidencial.
Frontalmente Correa les dijo, según el mismo Hoy da cuenta: “aquí (en el país) los medios de comunicación están acostumbrados a hacer lo que les da la gana y son parte del problema del Ecuador”. Acusó a los medios de no estar cerca ni entender a la gente como lo hace él con su programa de gabinete ministerial itinerante por los distintos pueblos del país.
Antes el presidente había puesto ya en claro qué es lo que está ocurriendo con el proyecto de reforma bancaria. Ahora saben los banqueros, dijo, “que con esa ley se les acabó la fiesta, que ya no son dueños del país y están que tiemblan”. ¿Es éste un lenguaje de estadista? Al parecer ello no le importa, pues al grupo de Hoy que lo entrevistó les aclaró que el término estadista ya es obsoleto…
Pues bien, los preocupados panegiristas de Correa han volcado sus esperanzas en la próxima asamblea constituyente que contará con poderes totales para hacer y deshacer del país. En el mismo momento en que se instale la asamblea, acaba de ratificar a Hoy el Presidente, dejaré mi cargo a su disposición.
Le hicieron notar que ello contradice su juramento al posesionarse y ejercer las funciones por cuatro años, como manda la Constitución. Ese detalle también le tiene sin cuidado, como tantos otros. Afirma que la asamblea podrá hacer “lo que le da la gana”. ¿Por qué la asamblea más bien no lo ratifica en el cargo y le extiende el mandato a 12 años o más? ¿O resuelve a reelección indefinida o lo declara de una vez por todas Presidente vitalicio como quería Bolívar?
Francisco Carrión, columnista de El Comercio, dice que todo lo actuado hasta la fecha por Correa es encomiable, aunque no le gusta que haya desaparecido la oposición. Para superar este “pequeño y pasajero” problema piensa en la asamblea, a la que él quiere que vaya gente sabia, madura, independiente. Él es uno de los candidatos a integrarla y acaso trate de encabezar el movimiento de los sensatos en ese bosque de 130 “sabios”.
Pero todo indica que la asamblea, si hay elecciones y se instala, será antípoda de un cónclave de sabios. La partidocracia, pisoteada y aniquilada por Correa, ha resucitado con 114 facciones políticas que nominarán a sus candidatos a la asamblea, según datos del Tribunal Supremo Electoral, agencia del Ejecutivo.
Lo curioso es que todavía al TSE no ha llegado una sola lista de inscripción, no obstante que el plazo vence en 8 días. De los 114 grupos, solo 32 tienen ya el número, logo y otros requisitos para las votaciones.
Entre los grupos aceptados está el TUTA, acrónimo tomado del apelativo familiar que los Correa usan para dirigirse a la tía materna de Rafael. Con una asamblea de esas características, nada difícil que a Rafael no solo le proclamen presidente vitalicio, sino talvez Rey, Inca o Emperador (con el agregado de que si sufre una enfermedad que le impida gobernar, su hermano será quien lo sustituya)
Mientras prepara la comedia de la asamblea, Correa y su equipo continúan dando muestras de gran pericia administrativa. Petroecuador está en soletas, la producción de petróleo sigue a la baja, la desinversión continúa, la inflación amenaza pese a la dolarización y el frenesí del gasto fiscal no tiene freno. Si Condolezza Rice no presiona al Congreso demócrata, el Ecuador se quedará sin preferencias arancelarias para el ingreso de sus productos y la economía en el país caerá en picada.
La Canciller Espinosa o es ingenua o no tiene información suficiente. Ha quedado feliz porque Condolezza le ha dicho que el gobierno quiere la extensión de las preferencias arancelarias. Pero la decisión está en manos de los congresistas demócratas, enemigos de Bush y del libre comercio. No quieren la prórroga porque les han informado que las bananeras de Noboa tienen atados con cadenas a muchachos de 8 a 14 años en las plantaciones y que el salario que reciben por su trabajo es un par de plátanos podridos por la noche.
Si Bush tuviera el poder de persuasión que cree la Canciller Espinosa, entonces no habría el limitado apoyo que tiene para la guerra contra el terrorismo internacional ni la resistencia para aprobar el proyecto de reformas a la ley de Inmigración.
Con respecto a la guerra contra el terrorismo en Irak, fue interesante escuchar esta mañana al senador demócrata (ahora independiente) Lieberman en uno de los populares diálogos dominicales de la TV. El senador, que acompañó a Gore en el binomio de las elecciones presidenciales pasadas contra Bush, dijo que acababa de llegar de una gira por Irak y otros países árabes de la zona.
Según sus informaciones, el 90% de los atentados terroristas son realizados por terroristas extranjeros de Al Qaeda financiados por Irán. Ello descarta la idea difundida por los demócratas de que en el Irak hay una guerra civil en la que las fuerzas de la Coalición que encabezan los Estados Unidos nada tienen que hacer.
Acusó a Irán de tener por lo menos dos bases de entrenamiento de terroristas en la frontera, para adiestrar y equipar a gente que va en misiones suicidas al Irak, a Palestina, a Líbano. Estos terroristas a sueldo han asesinado a no menos de 200 soldados norteamericanos y a muchísimos seres inocentes más iraquíes, por lo que no descarta, más bien recomienda, una respuesta militar inmediata contra Mahmud Ahmadinejad, el compinche de Chávez, Morales y Correa.
Los medios de comunicación no informan con veracidad lo que está ocurriendo en Irak. Es una repetición de lo que ocurrió en la guerra de Vietnam contra el avance comunista. Durante la célebre Ofensiva Tet de Vietnam del Norte, los medios norteamericanos dijeron que fue un ataque por sorpresa que diezmó a los militares de USA. Esas noticias convencieron a los políticos de Washington de que todo estaba perdido, retiraron los fondos de apoyo y la guerra terminó con la derrota estadounidense, la primera en su historia.
La realidad era otra. Los Vietcong fueron derrotados y no hubo un solo pueblo de la región que se hubiera sumado y respaldado a los invasores del norte. Los comandos militares habían trabajado en la contrainsurgencia y los pobladores respaldaban abiertamente a los norteamericanos. Tras la guerra perdida, los Vietcong asesinaron a centenares de miles de resistentes al comunismo.
Si los medios continúan en su campaña actual anti norteamericana, el Congreso podría flaquear y a la postre, como en 1968, bloquear los fondos para la guerra contra el terrorismo y repetir una segunda y desastrosa derrota para las fuerzas militares de los Estados Unidos que lideran la Coalición. Los resultados de la retirada, como en Vietnam, serían el avance de las fuerzas contrarias a la democracia como se la entiende en Occidente desde la Italia renacentista.

(El diario The Wall Street Journal publicó hoy un artículo de un veterano de Vietnam en el cual analiza lo ocurrido en 1968 en esa región y lo compara con lo que hoy sucede en Irak. Y advierte de los peligros de que si los medios persisten en la desinformación sobre lo que acontece en el Medio Oriente, la historia se podría repetir. Para los lectores que leen en inglés, el artículo se lo reproduce a continuación)

WAR 1968

ReduxEchoes of Vietnam in Iraq--especially from the press.

BY ROBERT MCFARLANE

Thirty-nine years ago, halfway through my second tour in Vietnam, the Tet Offensive was launched by North Vietnamese and Viet Cong forces, who were soundly defeated on the battlefield. Two measures of that battle--both relevant to the situation in Iraq today--stand out for me. The first relates to an important lesson U.S. forces had learned after three years of conflict: the vital role of "winning hearts and minds" of the local population. The second concerns the power of the press to affect our ability to sustain violent warfare.
Concerning the first of these, by early 1968 Marines had conceived a plan for building mutual trust and respect among villagers in Northern I Corps built around the deployment of platoon-sized units that lived and worked each day with local Vietnamese peasants with no greater mission than to "make life better."
Each of these Combined Action Platoons (or CAPs as they were called) included a medic qualified to carry out "well checks"--including inoculations and treatment of minor maladies--as well as assistance with securing hospital care if needed for the families in each village. An engineer was also often sent along to organize repairs of fragile dwellings, drill wells, help organize perimeter fortifications, and to undertake a hundred other utilitarian tasks.
The results from launching the CAP program were enormous and measurable. Probably the most significant return from the good will earned by these enlisted Marines was the increasing yield in tactical intelligence. Specifically, throughout the weeklong Tet offensive in early 1968 not one village in which a CAP was deployed fell to the enemy.
Yet the press--notwithstanding the defeat of the North Vietnamese and Viet Cong on the battlefield and the complete failure of the enemy to provoke an uprising and rallying of southerners to their cause--portrayed U.S. forces as having been surprised, bloodied and having suffered a resounding defeat. That misrepresentation had a powerful effect in Washington and in our body politic. Support for the war, already declining, unraveled at an accelerating pace.
Though there are valid criticisms to be made of how our military leadership conducted the war for the first three years--blunders that were worsened by disingenuous or misleading briefings at headquarters in Saigon--there is no doubt that the military finally adopted effective counterinsurgency tactics and was turning the tide on the battlefield. By then however, the early mistakes and distortions of reality by both U.S. politicians and military commanders had so undermined their credibility with the press--a press that was only too willing to go with the flow of liberal sentiment here at home--as to make it all but impossible for the administration to secure funding for the war. Sound familiar?
There was another important and dispiriting loss in the segue from Vietnam to Iraq. Despite the obvious success of the counterinsurgency tactics adopted late in the war, when it was over that nascent doctrine was expunged from our field manuals and the leadership of our military re-oriented our focus toward grand-scale land warfare in Europe. As a result, there were precious few in the senior or enlisted ranks of the U.S. military capable of leading or carrying out a counterinsurgency campaign in Iraq.
Today, four years into the war in Iraq, we've come full circle to the point reached 40 years ago--unfortunately in both respects. On the one hand we've found military leaders--men such as Army Gen. David Petraeus and Marine Lt. Gen. Jim Mattis--with a solid grasp of what is needed to turn the military tide, and who are managing that task with early evidence of success. More money is going into winning hearts and minds. More resources are being devoted to quality of life fixes that are visible to Iraqis. Shuttered factories are being opened in a major new program launched by Deputy Secretary of Defense Gordon England and headed by his subordinate Paul Brinkley. A major agricultural program is about to be launched in Anbar province, again under Pentagon leadership.
The truly good news is that the results are being felt. Sheiks and tribal leaders watching the changes being made in Anbar are coming our way, and offering various kinds of support to help root out al Qaeda and deal with the insurgents. Yet news of these successes is very hard to find in our mainstream media. It's February '68 redux--with far greater consequences I fear.
I don't mean to imply that all is well in Iraq; the political situation remains a shambles. It is imperative that we rally the leadership of each of the leading factions in Iraq and make two things clear. First, we intend to stand with them for as long as it takes if they demonstrate a sober willingness to reconcile their differences over time through formation of a functional coalition government devoted to a fair distribution of political and economic power within the country. Second, our ability to sustain support for them at home is tied to their performance. Although this prescription for winning the war is easy to describe it is hard to accomplish, especially the fostering of political reconciliation. Yet it must be done. The good news is that there are experienced veterans who possess the requisite skills for the job.
The question remains, however: Should the Iraqis succeed in this crucial endeavor, how will it be reported? For the press this is yet another moment of truth. Will it continue to publish a distorted picture of this war as it did in Vietnam, and share responsibility for the same result?

Mr. McFarlane, a former Marine officer, served as National Security Adviser to President Reagan. .

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