Thursday, August 3, 2017

DECIR Y HACER LO CORRECTO

El Presidente Donald J. Trump, en seis meses de gobierno, está haciendo y diciendo lo correcto. Es por eso que ganó como candidato republicano. El partido republicano o GOP está identificado como partido de derecha, que en inglés es “right”, un vocablo que en este idioma se aplica también a lo que es correcto.
Por ello, cuando sus opositores demócratas y quienes no lo quieren dentro de su propio partido, lo critican por ser como de “right extremist” cuando dice o aplica ciertas medidas, bien podría interpretarse como que de que lo acusan de actuar en “correcto en extremo”.
Lo que ocurre es que Trump no se anda por las ramas y dice lo que piensa sin cuidarse de que algunos de sus comentarios no encuadren dentro de lo “políticamente correcto”, esto, dentro de lo complaciente con los prejuicios y compromisos del establishment vigente entre los dos partidos.
Quienes no lo quieren, mejor quienes lo odian, aún piensan que su victoria es una ficción, una pesadilla de la que hay que salir a toda costa y cuanto antes mejor. Quedaron yertos por la derrota de su candidata Hillary Clinton y, aliados con la prensa, quieren derrocarlo a como de lugar.
El arma que aún manejan es la supuesta colusión de Putin y Trump para debilitar a Hillary en las pasadas elecciones y favorecer al magnate. Cerca de ocho meses de indagaciones, dos comisiones del Congreso y un lote de carísimos abogados al mando de un investigador “independiente” no han arrojada hasta hoy ni la más mínima prueba de colusión.
Para mayor abundamiento, el Congreso acaba de aprobar por mayoría que no admitiría veto del Presidente, un recrudecimiento de sanciones a Rusia. ¿Cuál la causa? La colusión. Sin pruebas. Trump no las objeta pero si aclara que violan la Constitución pues le impedirán maniobrar la polìtica exterior con libertad constitucional para el caso ruso.
El GOP esta infestado de republicanos que no actúan “rightly”, que están más inclinados a amoldarse al establishment que a los principios de lo que es right o de derecha en el paritdo. El caso más bochornoso y reciente fue dado por John McCain, que impidió con su voto en el Senado que se anule el Obamacare.
Los demócratas se sienten vencedores y han invitado a legisladores de ese tipo de republicanos a estudiar juntos cómo resucitar al Obamacare, que está quebrado. La solución que plantean es crear más impuestos para cubrir el déficit y más control del Estado en los servicios de salud hasta alcanzar el objetivo de un solo proveedor, el Estado.
Esa tentativa sería bloqueada por Trump, de seguir adelante. Se informa que hay otras alternativas, fraccionadas en etapas, pero que a la postre buscan revertir la meta del Obamacare de la obligatoriedad de la adquisición de pólizas de seguro so pena de multas crecientes. La fórmula que se quiere rescatar y solidificar es la del libre mercado.
Mientras la oposición aliada a la gran prensa continúa buscando tres pies al gato en cualquier acto o declaración de Trump, la economía de claros signos de robustecimiento. La Bolsa de Valores ha sobrepasado los 22.000 puntos, que implica un agregado de 4.000 trillones de dólares al mercado, con aumento de empleo e inversión.
Paralelamente, Trump anunció ayer su respaldo a un proyecto de ley para la modernización del ingreso de inmigrantes legales. No se aceptará a todos los que quieran, sino a los que puedan en base a sus méritos. La absurda lotería de visas terminará y no cualquier familiar de residente tendrá el derecho adquirido de ingresar.
En otras palabras, la idea de que Estados Unidos siga siendo el receptor de los desplazados de los regímenes corruptos del mundo ha terminado. Ya se aclarará que tampoco existen derechos adquiridos para los nacidos en este país de ilegales, ni de ilegales o turistas parturientas que llegan para alumbrar en este país y conseguir ciudadanía automática para sus críos.
Obama y los demócratas fomentaron el ingreso ilegal, incluso de niños, de ilegales, sobre todo de América Latina y musulmanes. La meta era convertir a esos refugiados en votantes potenciales, dependientes de la protección del Estado de Bienestar con cupos de alimentos gratuitos y el cuidado de salud, incluso la vivienda gratuita.
El golpe dado por McCain a Trump y a la causa republicano fue grave pero no insuperable. A la postre y pese al bloqueo de una prensa politizada y seudo profesional y a la acción traicionera casa adentro de la burocracia que divulga profusamente datos confidenciales, Trump continúa contando con el firme respaldo de quienes lo eligieron.
Los que lo eligieron lo hicieron por considerar que sus propuestas fueron y son las correctas para reorientar al país en la dirección adecuada, es decir en la ”right direction” y siguen respaldándolo porque están comprobando día a día que Trump continua imperturbalbe en su misión de cumplir con sus promesas de redimir al país del progresismo.
El progresismo, calificativo que abarca por igual a izquierdistas marxistas y a republicanos camuflados, desprecia los principios consagrados en la Declaración de la Independencia y la Constitución de los Estados Unidos. Creen que son documentos obsoletos que hay que adaptarlos a las necesidades modernas de redistribución de la riqueza e igualdad no solo de oportunidades sino de resultados.
Eso es socialismo o fascismo, que ha fracasado en la Historia. Trump tiene otro forma de pensar, que se refleja en su discurso que pronunció en Varsovia semanas atrás, que es analizado en el diario The Wall Street por el columnista Daniel Henninger, un duro crítico del actual Presidente:

Trump Teaches Western Civ

It was a speech about values and traditions that neither Hillary Clinton nor any Democrat would give anymore.

President Trump in Warsaw, Poland, July 6.
President Trump in Warsaw, Poland, July 6. Photo: Getty Images
By
Daniel Henninger
If Donald Trump recited “The Star-Spangled Banner” before a baseball game, it would be criticized as an alt-right dog whistle. So naturally spring-loaded opinions rained down in Poland after he delivered a defense of Western values. 
Only this particular American president could say, “Let us all fight like the Poles—for family, for freedom, for country, and for God,” and elicit attacks from the left as sending subliminal messages to his isolated rural supporters, and from the anti-Trump right as a fake speech because he gave it. We live in a cynical age. 
Angela Stent, a professor at Georgetown University, provided the reductio ad politics analysis: “He wants to show at least his domestic base that he’s true to all of the principles that he enunciated during the election campaign.” 
The Trump “base.” It’s still out there, isn’t it?
It was conventional during the presidential campaign to think of the Trump candidacy as a beat-up bus caravan of marginalized American citizens, who someone called the deplorables. In the event, about half the total U.S. electorate somehow voted for the man who in Warsaw gave a speech that his opponent, Hillary Clinton—or any current Democrat—would never give. 
To simplify: One side of this debate will never be caught in anything it considers polite company using that phrase of oppression—“the West.” Ugh. 
For an enjoyably trenchant takedown of the left’s revulsion at the Trump speech, I recommend Robert Merry’s essay in the American Conservative, “Trump’s Warsaw Speech Threw Down the Gauntlet on Western Civilization.” As Mr. Merry says, this is a big, worthy debate, and one I think the Trump “base” instinctively understood in 2016. 
In fact, that Warsaw speech on Western Civ was really about the current edition of the Democratic Party and its two-term leader, Barack Obama. Mr. Trump momentarily suppressed the urge to call out his opposition, so allow me. 
The Trump “base” knew the 2016 presidential election—the contest between Mr. Obama’s successor and whoever would run against her—wasn’t just another election. It was a crucial event, deciding whether America would go on in the Western tradition as it had developed in the U.S. or continue its steady drift away from those ideas. 
Progressives have an interest in ridiculing the Trump speech as a stalking horse for the heretofore obscure and microscopic alt-right because it deflects from their own political values—on view and in power the past eight years. 
If there is one controlling Western idea developed across centuries in Europe, including by resort to war, it is that the individual person deserves formalized protection from the weight of arbitrary political authority, whether kings, clergy or dictators.
Bernard Bailyn, the great historian of the pre-revolution politics of the U.S. colonies, showed through a deep reading of colonial pamphleteering that the early Americans were ardently resentful of distant, central authority.
The Founders were obsessed with this idea—and for that see Jefferson’s “He has” bill of particulars against King George in the Declaration of Independence. They designed a government explicitly to protect smaller units—individuals, local governments—from being overwhelmed by too-powerful political authority. 
The American left has never been altogether comfortable with the U.S.’s decentralized, “difficult” political system. Once it identifies a universal political good, it is impatient to put it in place. One of the first American ideas resisted by the left was federalism: The states, they believe, can’t be trusted to do the right thing.
In the 1950s and ’60s, this had to do with remedies for racial discrimination. With Mr. Obama, the federalist disdain accelerated. His Environmental Protection Agency imposed regulations on behalf of universalist climate claims. The Eric Holder Justice Department filed lawsuits alleging racial disparities against police departments, towns and local school systems. The Obama Labor Department did the same to coerce private employers; its secretary, Tom Perez, now leads the Democratic National Committee. 
No more settled part of the West’s tradition exists than due process and presumption of innocence, which are embedded in the Universal Declaration of Human Rights. Believing this Western tradition impeded sexual abuse allegations at colleges, the Obama Education Department issued “guidance” that reversed due process and legitimized the presumption of guilt.
Eventually, the “base” somehow intuited that a permanent reformulation of their political traditions was happening here.
The progressive alternative to the Western experience extends to culture, especially religion. When Donald Trump, of all people, says the Poles in Victory Square chanted “We want God” in 1979, it was like nails on a blackboard to postmodern progressives. 
One way to understand American politics today is to think of our divisions as resonant of the decade before the Revolutionary War, when rebellion’s trigger was King George and his Parliament in London. 
In our time, the struggle is about an aggressive elevation of central authority over the smaller units of American life. The progressive Democrats are the new King George, ruling 50 postcolonial states from distant Washington. The “base” objects.
Write henninger@wsj.com. 

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