Tuesday, September 6, 2016

ES UNA PELEA DESIGUAL

Si Donald Trump y Hillary Clinton estuvieran no en una batalla electoral por la Casa Blanca sino en un hipotético encuentro de boxeo, el árbitro en el cuadrilátero ya habría dado por finalizada la pelea por KO técnico para la Hillary. 
Y no por efecto de algún golpe específico de Donald, sino por el evidente mal estado físico de su rival. Ayer, mientras volaba en su nuevo avión de alquiler, finalmente dio una mini rueda de prensa pero fue patético verla en un acceso de tos que duró casi cuatro minutos.
Ha sido su peor ataque de tos de los muchos que tenido en los últimos meses de apariciones públicas. No hay certeza acerca de las causas, pero se especula que el problema está vinculado con desórdenes de la tiroides o el coágulo que tuvo en el cráneo tras una caída, mientras era Secretaria de Estado de Obama.
Hasta la fecha no ha revelado exámenes oficiales sobre el estado de su salud, pese a que Trump le ha conminado a hacerlo conjuntamente con los certificados suyos. Hillary nunca dejar de usar pantalones para ocultar sus piernas, hinchadas por los esteroides y otros medicamentos que toma, según se rumora.
En contraste con la fragilidad física de Hillary, Trump luce como el Macho Alfa que en un mismo día viaja a México para dialogar con el presidente de ese país que lo invitó y a la noche regresa a Arizona para dar su discurso clave sobre inmigración. Hillary dice que no irá a México. Tampoco estuvo, como Trump, en la Luisiana inundada.
Pero si la debilidad física de la candidata demócrata es innegable, peor es su vulnerabilildad política. Si fuera pelea de box, como queda dicho, quedaría descalificada. Pero si en estos momentos se aplicara la ley en este país, Hillary también quedaría descalificada por corrupción, obstrucción de la justicia, perjurio y en suma traición. 
Pero sigue campante porque la protegen el gobierno de Obama y los principales medios de comunicación e incluso algunos líderes del GOP que detestan a Trump por su posición anti establishment, que es anti globalismo y por tanto “pro America First”. Pero ese respaldo comienza a resquebrajarse.
Lo que propone Trump es la restauración del cumplimiento de la ley, según la concepción de los fundadores de esta nación hace 240 años. Dado que la hombres no son ángeles, decía Madison, había que diseñar un sistema que permita a los mismos hombres vigilarse unos a otros para evitar que haya exceso de poder y retorno a alguna forma de monarquía.
Es la forma más sabia de gobierno jamás articulada en la Historia de la Humanidad (véase al final el artículo del The Wall Street Journal). Con Obama el equilibrio de poderes se ha inclinado en favor del Ejecutivo, arrastrando a la Corte Suprema y restando fuerza al Congreso,  de donde emanan las leyes.
Hillary Clinton busca continuar la misión “progresista” de Obama y Trump es la respuesta popular por la alternativa contraria. Todas las soluciones de gobiernos autoriatrios para supuestamente mejorar las condiciones de vida de los pueblos, han fracasado en todas sus formas. 
En la era moderna, el mito de la igualdad de la Revolución Francesa acabó en sangre, terror y el emperador Napoleón con sucesivas repúblicas, anarquía e inestabilidad. En el siglo XX surgieron las versiones comunista y nazi fascista que motivaron guerras mundiales y centenares de millones de muertes por causa de las armas o por las hambrunas.
Si bien el imperio soviético se disolvió con la caída del Muro de Berlín en 1989, aún subsiste la ideología marxista/socialista/progresista en mentes como las de Obama, Hillary y Sanders que quieren implantarla no con la revolución armada, como los Castro dentro y fuera de Cuba, sino con la manipulación del sistema democrático en vigencia.
Para ello, el vehículo es el fortalecimiento del Ejecutivo. Así lo han hecho otros progresistas como Hugo Chávez/Maduro en Venezuela, Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Ortega en Nicaragua. La misma idea absorbedora de poder se ensaya en Europa y en todas partes donde se la ha aplicado y aplica, con o sin variantes, los resultado son los mismos.
La “redistribución del ingreso” mediante el hostigamiento a la clase que produce, invierte e inventa, concluye con el colapso de las economías y con el empobrecimiento general. Cuba y Venezuela son ejemplos vívidos y lo son también el deterioro de Brasil, Ecuador, Grecia y demás. Dentro de los Estados Unidos es fácil ubicar a las ciudades en quiebra: todas han  estado gobernadas por demócratas por decenas de años.
Hillary dijo que tras ocho años huéspedes de la Casa Blanca, ella y su marido quedaron “quebrados”, sin plata para pagar sus cuentas. Es otra de sus habituales mentiras, porque todos los ex-presidentes tienen una pensión de retiro respetable. Pero ahora los Clinton son multimillonarios. ¿Cómo lo lograron? Con discursos.
Otra gran mentira. Hicieron mucho dinero con donaciones a la Fundación de la Familia Clinton para ebriquecimiento personal. Muchos donantes de bancos, corporaciones y gobierno extranjeros extendieron cheques por los supuestos discursos por sumas de medio millón de dólares o más a cada uno de ellos. Cuando se les pidió copia de los discursos, nunca los exhibieron.
Probablemente nunca hubo tales discursos y figuran como tales por razones contables en los registros de los donantes. Eran, en verdad, coimas dadas a Hillary cuando Secretaria para obtener favores especiales y con vistas a su ya anunciada candidatura presidencial, que se la daba por ganada de antemano.
De ahí que manejó su correspendencia electrónica fuera del Departamento de Estado, para eludir controles. Hasta que fue pillada. Borró la mayoría de emails, pero poco a poco siguen recuperándose. A Hillary no le queda otra alternativa que seguir mintiendo sobre sus anteriores mentiras.

Pese al cerco gubernamental y mediático protector en torno a Hillary, Trump ya está aventajando a Hillary con tres puntos. Pero entre los independientes, esa ventaja es de 49 a 29, a poco más de dos meses de las elecciones del 8 de novimebre. Los grandes enemigos de la Clinton son su estado físico, su corrupción irrecuperable y el sentido común.


Roger Kimball
On Labor Day, we celebrate both the stupendous achievements of American industry and a well-deserved break from work. But Labor Day comes just a week or so before Constitution Day—Sept. 16 this year—and that holiday should also prompt us, especially in this fraught election season, to reflect on the American system of government.
The U.S. Constitution, adopted in 1787 but not finally ratified until the summer of 1788, is by far the oldest national constitution in the world. How has it lasted so long? A large part of the answer lies in the political realism of the Founding Fathers. “Wherever the real power in a Government lies,” James Madison wrote to Thomas Jefferson, “there is the danger of oppression.”
Madison went on to become America’s fourth president. But in the fall of 1787, when he was still in his mid-30s, he began collaborating with Alexander Hamilton and John Jay to write a series of 85 newspaper essays explaining the U.S. Constitution and urging the people of New York to adopt it. 
Historians are divided on what influence The Federalist had on the New York vote. But it stands as a tour de force of political reflection. Its genius was recognized immediately. George Washington and Noah Webster were but two of the Founders who sang its praises. 
Given the talismanic power the word “democracy” has to modern ears, it is worth reminding ourselves that the U.S. Constitution was largely an effort to curb or trammel democracy. Democracies, Madison wrote in Federalist 10, the most widely read and cited of the essays, “have in general been as short in their lives as they have been violent in their deaths.” Why? A mot often attributed to Benjamin Franklinexplains it in an image. “Democracy is two wolves and a lamb voting on what to have for lunch.” 
So, in one sense, the problem of democracy is the problem of the tyranny of the majority. But Madison saw deeper into the metabolism of liberty and its constraints. The biggest threat to “popular” governments, he wrote in Federalist 10, are “factions,” interest groups whose operations are “adverse to the rights of other citizens” or the “permanent…interests of the community.” Factions are thus not accidental. They are—famous phrase—“sown in the nature of man.” Why? Because freedom and the unequal distribution of talent inevitably yield an unequal distribution of property, the “most common and durable source of faction.” 
There are two ways to extinguish factions. The first is to extinguish the liberty they require to operate. The second is to impose a uniformity of interests on citizens. Some collectivists have actually experimented with these expedients, which is why the pages of socialist enterprise are so full of bloodshed and misery. 
Eliminating the causes of faction, as Madison put it, offers a cure that is far worse than the disease. If protecting both liberty and minority rights is your goal, then the task of government is to control the effects of faction. How can this be done? 
Talented statesmen are sometimes successful in balancing the contending interests of society. But—understatement alert—“Enlightened statesmen will not always be at the helm.” 
Madison’s solution was the creation of a large republic in which a scheme of representation and a large variety of interests “make it less probable” that they will be able to “invade the rights of other citizens” successfully. 
Most political philosophers before the American founding had insisted that republics had to be small to succeed. But Hamilton and Madison saw that there was safety in size. 
Madison, Hamilton and other supporters of the Constitution worried about the potential incursions of federal power just as much as did the anti-Federalists, who opposed adopting the Constitution because it seemed to bring back many of the infringements on liberty that they had all risen up against in 1776. But they concluded that the creation of a strong state was the best guarantor of liberty in a republic. Hence the irony, as the historian Bernard Bailyn notes, that “now the goal of the initiators of change was the creation, not the destruction, of national power.”
Madison’s central insight was that power had to be dispersed and decentralized if it was to serve liberty and control faction. In Federalist 51, a companion to Federalist 10, he elaborated this idea of balancing interest against interest to remedy “the defect of better motives.” “Clashing interests” would not be stymied but balanced against one another. If men were angels, Madison noted, government would be unnecessary. But in framing a government “which is to be administered by men over men, the great difficulty lies in this: you must first enable the government to control the governed; and in the next place oblige it to control itself.” 
The American republic has survived for nearly 250 years because it has, more or less, remained faithful to Madison’s vision. But Madison was right. Threats to liberty are “sown in the nature of man.” We’ve also had nearly 250 years of human ingenuity chipping away at Madison’s safeguards. 
As Constitution Day approaches, the sobering and nonpartisan question is whether government has become its own party, a self-engrossing faction so large, domineering and impertinent that we, the people, can no longer control it.

—Mr. Kimball is editor and publisher of the New Criterion and publisher of Encounter Books.

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