Dentro de 15 días los Estados Unidos tendrán un nuevo Presidente que se posesionará el 20 de enero del 2017. Los principales medios de comunicación y numerosas encuestadoras dan por segura la victoria de la demócrata Hillary Clinton, pero hay dudas sobre esa predicción.
Donald Trump, el candidato republicano billonario podría dar la sorpresa al estilo Ronald Reagan en 1980 con Jimmy Carter y ganar por “landslide”, es decir por mayoría aplastante. Nunca como hoy la batalla electoral se ha centrado tan claramente en el dilema de escoger entre el bien y el mal.
Sobre los Clinton, Bill y Hillary, se ha escrito mucho pero nunca antes ha habido tanta prueba documentada de sus incorrecciones gracias a los WikiLeaks, que ha divulgado y sigue divulgando emails intercambiados entre Hillary y Obama y sus íntimos colaboradores para manipular las elecciones y los asuntos del Estado.
De todo el bagaje de información se deduce que Obama, Hillary y su grupo le han mentido al pueblo norteamericano en torno al Obamacare, el manejo de la política exterior y desastres como el de Benghazi, la presión por coimas a corporaciones nacionales y extranjeras y a monarcas como el de Marruecos en favor de la Fundación Clinton.
Con torpeza indecible, Hillary intentó mantener en secreto los diálogos que sostuvo como Secretaria de Estado de Obama con sus beneficiarios a través de un servidor privado en su residencia en Nueva York. Cuando fue descubierta y el Congreso le ordenó suspender el uso del servidor y hacer entrega de los emails, seleccionó algunos y destruyó 33.000.
Ello bastaba para condenarla. Primero porque ella sabía que era ilegal el utilizar servidores privados para correspoedencia oficial y luego porque es criminoso destruir evidencias de un posible delito cuando el Congreso le llamaba a declarar. Por infracciones menores, gente de rango similar o mayor ha ido a la cárcel.
Ella está libre porque la Fiscal General, Loretta Lynch y el Director del FBI, James Comey, que supuestamente deben ser independientes, no lo fueron pues al investigar a Hillary la absolvieron. Primero lo hizo Comey, cuyo papel se limita no a juzgar sino a exponer el resultado de una investigación y luego Lynch, que basó su fallo en el pedido de asbsolución de Comey.
Aunque Comey dijo que Hillary no era culpable en el caso de los emails, en su declaración dijo que actuó de manera irrresponsable. La aparente contradicción se explica por los emails del WikiLeaks, según los cuales Obama sabía del servidor, sabía de las fechorías de Hillary y en conversaciones con la Fiscal Lynch decidió protegerla para protegerse a si mismo.
Si algo resume al régimen de Obama y su protegida Hillary es la mentira y frente a esa realidad es lo que se ha fortalecido la figura de Trump, quien no vacila en desenmascararlos y en decir la verdad sin ambages evitando la socorrida cortina de lo “políticamente correcto” sin la cual se atemorizan tantos timoratos.
Mintió Obama al presionar al Congreso para que apruebe una vía hacia la socialización de los servicios de salud. Su objetivo, ahora visible como nunca antes, es acabar con el mercado libre de competencia de servicios para sustituirlo por el sistema único provisto por el Estado. El Obamacare se aprobó sin un solo voto republicano y la resistencia de más del 60% de la población.
Ese no es el estilo de la cultura política de esta nación. Desde la fundación en 1776 y la Constitución en 1778, la idea es gobernar por consenso. Es el pueblo el que decide con su poder delegado al Congreso para que legisle y a las otras dos ramas para que ejecuten leyes la judicial juzgue. Cuando el poder se inclina en favor del Ejecutivo, la democracia falsea.
George W. Bush pensó en ajustes a la ley de inmigración para solucionar el problema relativo. Pero hubo resistencia de la oposición demócrata y de su propio partido republicano. Optó entonces por retirar su proyecto. Algo parecido ocurrió con Bill Clinton cuando quiso pasar un “obamacare” en su gobierno, con Hillary de portavoz, pero desistió por la poca acogida.
A Obama no le ha importado ceñirse a la inspiración constitucional del sistema y lo forzó para que su proyecto se apruebe. Mintió al decir que todo seguiría igual para quienes prefieran sus seguros antiguos y que los costos bajarían. Ha ocurrido lo contrario. Tanto él como Hillary dicen que hay un remedio fácil para ello: aumentar impuestos a los ricos para subsidiar el alza de costos.
Eso equivaldría a agudizar el problema de descalabro del sistema con más y más impuestos y más y más ingerencia y control del Ejecutivo, de la Presidencia y de la Agencias Administrativas. Es lo opuesto a lo que está estatuído en la Declaración de la Indpendencia de los Estados Unidos y en la Constitución de 1778. Allí se habla de libertad y se aborrece de las tiranías.
El pueblo norteamericano desea rescatar esos principios y ve en Trump, como antes en Reagan, a un personaje que cree que la grandeza de este país obedece al respeto de esos documentos creados hace 240 años con sabiduría sin precedentes. Esa sabiduría consiste en admitir que el poder reside en el pueblo, no en grupos elitistas que se auto asignan la prerrogativa de gobernar a los demás.
El Obamacare, por ejemplo, es un servicio forzado con penalidad de multa que la Constitución no permite. Cuando el caso llegó a la Corte Suprema, el juez John Roberts capituló por razones desconocidas y el proyecto se convirtió en ley. Si triunfa Trump, la ley deberá ser derogada y ser reemplazada con facilidades para la competencia de servicios en el mercado, no con más obstrucción del Estado.
El conflicto de los progresistas, o al menos de muchos de ellos, es el de las buenas intenciones. Se duelen de las personas sin seguros médicos y de los muchos pobres y de los estudiantes con aprietos para pagar sus estudios universitarios y de problemas similares. Y creen a pie juntillas que la solución es el Estado.
La Historia, si la han revisado, no les ha dejado enseñanza alguna acerca de hacia dónde conducen las solas buenas intenciones. No hay nación en la cual un régimen centralista haya logrado la prosperidad y felicidad de su gente. No importa si el membrete es rojo, verde, fascista, populista, monárquico, zarista. Stalin, Mao, Castro, Chávez y similares han fracasado todos.
La igualación de resultados mediante la redistribución de ingresos que persiguen progresistas como Obama y Hillary, implica reducción o abolición de las libertades individuales, absorción de poderes por el ejecutivo y un inevitable freno al ahorro, la creación del empleo y riqueza y un empobrecimiento colectivo, con salvedad de las elites.
Cuando los gobiernos operan para garantizar los derechos individuales, como ha sido el objetivo en los Estados Unidos desde hace 240 años, florece el bienestar. Cuando se tornan obstructivos, el resultado es el opuesto y terminan como en Venezuela o Norcorea y en Islas de las que la gente quiere escapar, porque no es feliz, como en Cuba.
En los Estados Unidos, la opción es, pues, cristalina: continuar el proceso de la decadencia del sistema con Hillary Clinton o renovarlo e impulsarlo con Donald Trump. La respuesta, de resonancia nacional y mundial, se la tendrá dentro de escasos 15 días más.
En los Estados Unidos, la opción es, pues, cristalina: continuar el proceso de la decadencia del sistema con Hillary Clinton o renovarlo e impulsarlo con Donald Trump. La respuesta, de resonancia nacional y mundial, se la tendrá dentro de escasos 15 días más.