Es irónico y condendable que sea el presidente de los Estados Unidos el que se oponga con mayor tenacidad y sarcasmo a que la gobernadora del estado de Arizona cumpla la ley federal sobre inmigrantes ilegales.
Irónico, porque quien ahora está en la Casa Blanca, de nombre Barack Hussein Obama, hasta la fecha no ha exhibido un certificado verídico y legal sobre su nacimiento en los Estados Unidos, pese a las demandas y exigencias de organizaciones y ciudadanos particulares.
Y es condenable, porque la primera prioridad de un jefe de Estado en este y en cualquier país, es velar por la seguridad de la nación y para ello tiene que vigilar las fronteras e impedir el paso ilícito de individuos y mercancías que podrían afectar de uno u otro modo a la nación.
La ley federal en ningún caso es contraria a la inmigración ni tampoco es discriminatoria contra determinada etnia. Lo que simplemente pretende es que la persona que desea ingresar al país temporal o definitivamente, lo haga identificándose y cumpliendo requisitos que garanticen la seguridad nacional.
Nadie puede achacar con honestidad a los Estados Unidos de hoy o de cualquier otra etapa de su historia, de ser anti inmigración. Más bien ha dado muestras de lo contrario hasta convertirse, desde la venida de los peregrinos en el siglo XVI hasta estos días, en la nación más cosmopolita y hospitaria del mundo. Aquí residen, con seguridad, habitantes originarios de todas las naciones del globo.
El acceso al país ha tenido variaciones y matices en el curso del tiempo. En los siglos XVI y sucesivos no había mayores exigencias ni restricciones legales. Hacia comienzos del siglo XX se creó, en Nueva York un punto de control, en Ellis Island, para registrar a los inmigrantes de Italia y otras naciones europeas y excluir sobre todo a los enfermos contagiosos.
Luego se afinaron las reglas hasta demandar lo que todas partes se exige: una visa para turismo, negocios o estudios y, si la intención es inmigrar, documentos y requisitos adicionales.
La ley federal, que por tal es de aplicación nacional, obliga al cumplimiento de esas disposiciones. Y, como toda ley, tiene la fuerza para reprimir a quienes la violen. Por desgracia, los gobernantes de los dos partidos, republicano y demócrata, han sido débiles en el deber de hacer cumplir la ley y la corriente inmigratoria ha desbordado las fronteras.
El estado de Arizona ha sido uno de los más vulnerables, por ser frontera con un desierto de por medio con México. La gobernadora actual, Jan Brewer, republicana, ante la ineficiencia del gobierno federal por impedir que continúe la explosión de la inmigración ilegal y cuando sus pedidos no fueron escuchados, ha firmado una ley que obliga a la policía a detener a todo indocumentado para apresarlo y, si es del caso, deportarlo.
Los demócratas y los inmigrantes ilegales (se calcula que hay unos 12 o más millones en el país), acicateados por un presidente que no exhibe su certificado de nacimiento en los Estados Unidos (sin lo cual no puede ejercer el cargo), se han lanzado en una campaña contra la gobernadora de Arizona, su Congreso estatal y la mayoría de ciudadanos que alli vive en la legalidad, clamando por la derogatoria de la ley.
Arguyen que es un atentado contra los derechos humanos que la policía comience a pedir documentos a los sospechosos de ser ilegales y algunos comparan esa actitud con la Gestapo de la Alemania nazi. La mayoría de los ilegales, por cierto, son mexicanos e hispanoamericanos en general, pero hay de todas las etnias y no faltan terroristas camuflados y los narco traficantes.
¿Qué hay de denigrante llevar consigo una identidad legal? Si se viaja por Latinoamerica, Europa o Asia, es indispensable el pasaporte o copia de él. Si uno va de compras aquí a un mall, nadie se siente ofendido si al pagar con una tarjeta o un cheque el dependiente le pide una prueba de identidad con foto. Los inmigrantes en proceso de nacionalización y que reciben el documento provisional conocido como “green card”, deben portarlo consigo en todo instante.
(En los Estados Unidos no hay una cédula de identidad, como en otras partes. Pero hace las veces de tal la licencia de manejo, para los que conducen automotores. Hay proyectos de hacer mandatoria una cédula nacional de identidad, lo que podría adherirse a una reforma a la ley de inmigración vigente).
Los hispanos legalizados en Arizona respaldan en un 75% a la ley que la gobernadora puso en vigencia. Los que no la quieren son Obama y los mexicanos ilegales. Y éstos han salido en manifestaciones de protesta, lo harán mañana con más fuerza por ser el Primero de Mayo y anuncian un boicot económico a su propio Estado.
En el país de origen, México, tales manifestaciones están prohibidas pero en USA son libres. A los extranjeros que buscan nacionalizarse en México se les exige certificado de nacimiento (¿Obama?), un certificado bancario que pruebe independencia económica y un seguro de salud. En USA, con el Obamacare, tendrían ese certificado de hecho y sin documentos.
La ley mexicana pena con 2 años de prisión y deportación a los que se hallen en el país fraudulentamente y con 10 años si regresan (hay casos en USA en los cuales los mexicanos deportados regresan en menos de una semana, por sus propios medios o contratando “coyotes”. La policía y los militares en México están obligados a cooperar en el control e incluso se faculta a los ciudadanos a aprehender a los ilegales y entregarlos a las autoridades.
¿Por qué los gobiernos de los Estados Unidos no han podido regular el flujpo migratorio dentro de los cauces legales? Quizás por exceso de compasión, que es lo opuesto a lo que piensan los que denuestan a este país y a la gobernadora de Arizona. El presidente Reagan, por ejemplo, con genuina buena voluntad, decidió conceder amnistía a los ilegales, que entonces sumaban unos 3 millones. Y dispuso que, en adelante, tenía que haber un estricto control.
No lo hubo, ni con gobernantes demócratas ni republicanos y ahora la cifra llega a 12 o más millones que en su mayoría busca una vida mejor que no la encuentran en sus propios países. Pero hay muchos otros que no solo buscan éso, sino el traficar drogas o buscan instalarse, camuflados en algún sitio clave, para actuar en un nuevo ataque terrorista acaso peor que el del 11 de septiembre del 2001.
Obama, lejos de atacar a la gobernadora, debió y debe respaldarla con el envío de refuerzos para la aplicación de la ley. Este es un país que basa su prosperidad en el cumplimiento de la ley. Por tanto, a los ilegales hay que identificarlos como tales y reprimirlos. Igual que a los terroristas, a los que Obama se niega a llamarlos con ese nombre.
Por cierto, lo que está ocurriendo en Arizona y que podría repetirse en Texas u otros estados fronterizos, es una medida urgente, resultante de la lenidad del gobierno federal. La situación se volvió insostenible debido a los actos violentos de ilegales, con asaltos, robos, secuestros, asesinatos y otros delitos. (A nivel nacional, 1 de cada 3 presos en las penitenciarías por delitos mayores, es ilegal)
La solución a mediano y largo plazo no será una nueva amnistía, como quieren Obama y sus áulicos demócratas, a los cuales les mueve no la compasión sino la política: creen que los “amnistiados” votarían por ellos en las próximas elecciones, que de otro modo las perderán. Lo cuerdo será aprobar una reforma a la ley de inmigración que resuelva el dilema de cómo facilitar el tránsito hacia la legalidad a más de 12 millones de ilegales, sin una injusta amnistía.
George W Bush intentó un proyecto en tal sentido, pero hubo el boicot no solo de demócratas sino de republicanos. Establecía grados para llegar a la ciudadanía, pagos de por medio y emisión de certicados de trabajo para que haya flujo permanente y sin trabas de trabajadores de ida y vuelta por la frontera.
Estados Unidos no detesta a los inmigrantes: equivaldría a que este país se deteste a si mismo. Lo que quiere (pese a Obama) es una inmigración ordenada y según los trámites que fije la ley, que incluye excepciones para refugiados políticos y de otra índole.
Los hispanos, varios de ellos columnistas muy difundidos en Amércia Latina y que derraman gruesos lagrimones por la “crueldad” de la ley de la gobernadora de Arizona contra los “pobres” hispanos ilegales, harían mejor en dirigir sus críticas y análisis contra los sistemas políticos corruptos que prolferan en Amérca Latina y que son la causa de la vergonzosa fuga de los desamparados hacia una tierra de mayor libertad y oportunidades para una vida mejor.